• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Un domingo por la catedral de Pamplona

Por Javier Ancín

Si pueden visitar las obras de rehabilitación del templo pamplonés, háganlo, merece la pena. Hay mucha historia y poco ruido. Se puede aprender mucho sin que nadie te intente manipular la memoria.

Obras de restauración del ala norte del claustro de la catedral de Pamplona, iniciadas en agosto de 2016 (20). IÑIGO ALZUGARAY
Obras de restauración del ala norte del claustro de la catedral de Pamplona, iniciadas en agosto de 2016. IÑIGO ALZUGARAY

Huele a Moussel de Legrain calentado sobre la piel por el sol del verano que se acaba, como tras las duchas de mi infancia. La mañana de este domingo me ha sorprendido caminando sosegado por mi calle, la bajada de Javier, aunque tengas que subirla, completamente regada, casi escarchada y vacía.

Adoro Pamplona cuando está vacía. Estoy por votar de nuevo a Cuenca, sigo empadronado aquí, porque está haciendo por lo que leo un buen trabajo de desertificación de lo viejo. Me gusta que lo vacíe para los sociópatas como yo que solo visitamos la ciudad y no la vivimos.

Antes de las diez de la mañana ya estaba con un casco de obra subido en un andamio escudriñando los secretos del gótico de la catedral de Pamplona, siempre tan elevado, lejano, a un palmo de mi nariz. Poder subir hasta las bóvedas góticas de este claustro es un privilegio que no se adquiere por historia o cuna. Ni si quiera por fueros, fuegos o libros de armerías. Para subir a ver los cielos del cielo basta con mandar un mail a la catedral y esperar turno, para disfrutar de la piedra y la policromía a centímetros, desde una perspectiva tan diferente que me hubiera quedado a vivir toda la semana en aquel silencio tallado.

Ochocientos años en estas piedras, en cada surco cincelado del pelo de las esculturas, detalles que se nos escapan desde abajo. Una eficaz arquitecta nos contaba los pormenores de la rehabilitación con tal precisión, que temí quedar atrapado eternamente como el abad Virila, en aquella atmósfera tibia y tranquila, como una vez casi me ocurrió en Leyre, como casi me ocurrió en Javier, como casi me ocurrió en Olite.

En los pueblos dicen que nos conocemos todos, menos yo, que me sigue sorprendiendo cuando alguien me reconoce porque yo no conozco a nadie. Un compañero de visita, concejal del ayuntamiento por lo que me contó después, me pregunta si yo soy yo. Creo que sí, le dije, pero tampoco me hagas mucho caso, y seguimos hablando de los evangelistas y los cuatro elementos representados en las claves del ala que estamos visitando. No sé ni de qué partido era, ni lo busco.

Un tipo muy agradable, sospecho que ni de Podemos ni nacionalista vasco, valga la redundancia. Lo único que acierto a pensar de ese encuentro es en lo desconectado que ando ya de esta ciudad. Hace tiempo conocía la cara y el nombre de todos los concejales, de los parlamentarios forales, también de todos los jugadores de Osasuna. Hoy ya no tengo ni idea ni de unos ni de otros ni de los otros.

Quizás mejor así, volver de vez en cuando a las calles y deslizarme como un fantasma solitario, disfrutando del canto silencioso de los pasos húmedos matutinos, sacando alguna foto, buscando cosas tan peregrinas como fachadas azules para seguir subiéndolas a Instagram; dejando que Osasuna ya solo sea un resultado que busco cuando todo ha pasado. Pasear por la ignorancia de los detalles irrelevantes. La vida cuando no te la tensa nada, cuando no hay nadie que moleste, cuando nada preocupa, es puro vicio.

Ha sido una visita magnífica a los rincones de la piedra, al centro de la piedra, a los desechos de la piedra que se come los contornos de las figuras esculpidas. La memoria es piedra más o menos desgastada, pienso. La memoria se hace arena en cuanto la sometes a las inclemencias del tiempo, las borrascas de los que gritan mucho, esputos que sueltan en sus soflamas que aspiran a copar por completo la atmósfera de todos.

El agua sucia de los charlatanes que sale por sus labios es el mayor enemigo de la memoria. A la memoria se le susurra para que no se pierda nunca. La memoria es delicada y se rompe con facilidad. A la piedra se intenta protegerla del agua, como nos enseña la arquitecta lanzando un tapón de agua sobre una piedra tratada con un impermeabilizante. Ladran, pues nos ponemos algunos el chubasquero. Sin problema.

Después de la visita terminé en el Niza, tomando un par de cafés, ajeno a la ciudad que cada vez es más perezosa. Las once y media y aún vacía. Ya no madrugamos como madrugaban nuestros padres. Ya nada es como cuando estaban nuestros padres a nuestro lado cada domingo, desayunando con nosotros, con la radio puesta. La Cadena SER aún era conocida como radio Requeté y don Goyo estaba vivo y jugaba desde el más acá del altavoz con los críos que llamábamos a la emisora.

A veces ganábamos entradas para bajar por la tarde al Sadar o coronillas de hojaldre de la pastelería Torrano. Aquella Pamplona olía a crema pastelera y a pacharán y humo de puro en las gradas. Me he acordado de todo aquello, para detener el deterioro de mi piedra arenisca. Fijarlo. El enfermo, las actuaciones para detener la enfermad del enfermo, como todo el rato decía la arquitecta de las piedras que nos enseñaba, como recuerdos. Las piedras son el enfermo y hay que rasparlas para quitar la arena muerta hasta encontrar la piedra sana para poder empastarla. Las piedras se empastan, como los dientes, dijo, rara vez se sustituyen. La explicación es técnicamente muy buena. Sigue, de fondo, mientras fotografiaba capiteles de hace casi ocho siglos en los que he encontrado un escudo de un caballero con nervios donde sin mucho esfuerzo ya se intuye el escudo de Navarra.

Pináculos que son contrapesos de gárgolas y de arbotantes, continúa la arquitecta. Esa no me la sabía. Anoto el dato que ahora transcribo. Siempre pensé que un pináculo era un elemento decorativo y no un elemento constructivo. En Leyre hay un inmenso arbotante, recuerdo, pero los arbotantes ya sabía desde siempre que son elementos constructivos, para descargar el peso del edificio más allá de su base. Para aligerar los muros, a veces para perforarlos con vidrieras y en este caso, curioso caso, extraño, para evitar que la mole románica se nos caiga al suelo por el peso de la bóveda gótica que le plantaron encima en el siglo XVI. Leyre es un lugar en el que pasan cosas inmortales cada segundo. De Leyre me acuerdo casi todos los días.

Sigo anotando. Ahora huele a masa de cruasán sin hornear y a Dry Martini. Dos señoras los desayunan en copas cónicas con un par de aceitunas dentro. Por fin una estampa perfecta en Pamplona. Serán extranjeras. Pese a lo fuerte del trago es todo dulce en esa escena. La belleza de emborracharse de par de mañana, con sus cabelleras rubias, sus arrugas y sus vaqueros prietos, decadentes formas que aún no han perecido del todo, como el gótico del que me acabo de bajar. Por favor, camarero, póngame un Dry Martini a mí también. No hay gozo más sublime que sentirte extranjero en tu propia ciudad, me digo, y me abandono al placer de no ser ya más que del tiempo, sin espacio sólido alguno que defender o al que volver, en esta mañana de domingo tranquilo, sorbo a sorbo. Y eso es todo.


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