• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Mucho ánimo a todos los valientes que sufren en silencio

Por Javier Ancín

Lo mejor que puede hacer un escritor es revisar su archivo. A veces se encuentra folios que no recordabas. Instantáneas de un tiempo que fuiste. ¿Pero de verdad fui yo quien escribió todo eso? Seguramente.

Un hombre mira por una ventana en soledad
Un hombre mira por una ventana en soledad.

Cómo cambia la vida desde que dejas un texto en barbecho hasta que vuelves a él porque te lo encuentras, abriendo cajones y te mira y lo coges y relees. Ahora que lo he encontrado, recuerdo cuando escribí estas líneas tristes.

Era invierno, un invierno duro, quizás fuera un invierno que comenzó en un otoño. No lo sé del todo, quizás fuera un invierno que estaba ahí aunque fuera verano, un invierno dos o tres inviernos antes del que se me cayera encima el tedio, el frío, la tristeza y la angustia. Creo que es de justicia soltarlo y que recorra mundo, que vaya a donde vayan los textos cuando los empujas fuera hasta del papel.

Que vea ciudades, que ponga palabras a otros que no son capaces de ponerlas pero sí de sentirlas. Creo que ya solo escribo porque recurrentemente se me acercan personas para decirme que justo eso que he escrito es lo que sentían y no sabían cómo ponerlo en párrafos. Esos mensajes, esos toques en el brazo, esos susurros en el oido cuando nadie los ve es el combustible que me hace seguir con todo esto. Nunca pensé que nadie me leyera, nunca pensé que nadie que me leyera tuviera la necesidad de buscarme y de mandarme algún mensaje para agradecerme lo escrito.

Me abruma esa responsabilidad, como me divierte cada vez más los ataques salvajes que me hacen algunos, sea dicho de paso. La vida son esas personas que de forma más o menos anónima te mandan un mensaje privado para que sigas adelante, y yo sigo adelante porque no hay nada peor que querer decir algo y no saber cómo. Durante mucho tiempo tiré de un carro más o menos real que cuando llegó la cuesta abajo me adelantó y se perdió para siempre, dejándome solo, cansado.

Necesitaba un empujón para no descomponerme en virutas por el suelo y no encontraba las palabras. Conozco también la sensación. La vida es así. A veces te rompes en mil pedazos y te toca reconstruirte con mil sacrificios en un territorio hostil silencioso. Si a alguien le sirve lo que escrito y le alivia un gramo su duelo ya ha merecido la pena. Bueno, el caso es que esto escribí:

“Desde hace un tiempo me aburro. Tengo la sensación continúa de que me estoy perdiendo una gran fiesta en algún lado. Es como estar en un bar vacío, un sábado noche, sabiendo que es imposible que no haya salido nadie, que en algún lugar estarán todos pasándoselo de miedo, riendo y saltando.

Hay por ahí un lugar en el que pasan las cosas, en el que la gente es protagonista pero que no es donde estás tú, que no llegas ni a espectador, porque no ves nada. Todo está quieto delante de tus ojos. Después de unos cuantos años más o menos apartado del mundo me he aburrido de echarle de comer a los patos. Mi motor se ha puesto en marcha y está en ralentí, expectante, al acecho, buscando un objetivo en el que fijar la mira y lanzarme a por él con la violencia de un disparo. Quiero hacer algo pero aún no sé qué es ese algo que quiero hacer. Estoy descansado y necesito acción.

Siempre he visto despegar los aviones desde mi ventana. Cada vez que escucho el ruido de unos motores me acerco a ver el ángulo que describe el aparato mientras sube o baja, tan recto, tan a toda hostia, tan camino de donde suceden las cosas y de regreso de ellas.

Como hace en la peli Gattaca su protagonista, mirar los cohetes que despegan con su sueño a cuestas, querer ser astronauta. Una distopía genética donde a todos los niños al nacer les dan un ticket, como de supermercado, con los porcentajes que tienen de sufrir enfermedades o disfunciones o síndromes o putadas, y según esos porcentajes de predisposición les dejan o no emprender carreras profesionales, anhelos, vidas.

El protagonista lucha contra un porcentaje brutal de morir por una cardiopatía que no termina de aparecer y yo, un pobre hipocondríaco, tengo que convivir con la idea de que el segundo siguiente de mi vida finalizará, cayendo fulminado al suelo por un rayo que no termina tampoco de aparecer, pero que está ahí, chisporroteando, 60 veces al minuto. 3600 veces a la hora.

Vivir con una espada de Damocles siempre a punto de desprenderse y cortarte el cuello es agotador. Es imposible hacer planes a medio plazo porque los consideras una pérdida de tiempo. Para qué voy a entretenerme en diseñar una trayectoria si estaré muerto. Un eterno vivir al día que es como una sopa extraña de calma y desasosiego que no te deja ni ganar al ajedrez, porque no puedes anticipar jugadas ni saltos de caballo ni sablazos diagonales de un alfil cabrón, agazapado, que no tenías bajo control. Espectador en vez de protagonista. El eterno espectador que nada protagoniza”.

Pues bien, eso que escribí ha cambiado. Ahora es casi ya primavera y poco a poco el tedio ha mutado en determinación. Han sido meses durísimos pero de todo se sale, aunque aún no hayamos terminado de brotar y tropecemos todavía mil veces con el frío invierno.

Ánimo a todos que saben de lo que estoy hablando, de la fuerza descomunal que se necesita, y con la que se sigue adelante, cuando no se tiene fuerza con la que seguir adelante. Lo conseguiremos, ya lo veréis. Lo conseguiremos todos. Esta mierda tiene que tener algún sentido y sobre todo un fin. Un fin final. Un sentido fin final.

Un sosiego, un descanso, una tarde al sol con los ojos cerrados en la que todo esté de una puñetera vez donde tiene que estar. Que suene la música. Yo mañana como primera medida me voy de concierto, ‘Havalina’, por si alguno quiere pasarse y lo vemos juntos. Y eso es todo. 


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