• jueves, 25 de abril de 2024
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Opinión / A mí no me líe

Aquel viaje a Normandía

Por Javier Ancín

Me acerqué despacio cuando se dio la vuelta para alejarse de allí y le pregunté en francés si le conocía. Se me quedó mirando, escrutándome, como si debiera o no hacerlo, y al final me enseñó una foto de dos soldados de la Wehrmach que sacó de la cartera.

Pensaba esta semana en eso que decía Jaime Gil de Biedma, poeta y crápula, que a él no le gustaba escribir, sino haber escrito. Y no puedo estar más de acuerdo. Y no solo con el proceso de la escritura, sino con muchas otras actividades. Lo bonito no es salir a correr y que se te disparen las pulsaciones subiendo esa puñetera cuesta sino el momento exacto que detienes el pulsómetro y ya caminando, buscas un banco donde sentarte para disfrutar con los datos registrados de haber corrido.

Hace ocho años estuve por estas fechas, al rededor del 6 de junio, en las celebraciones del 70 aniversario del desembarco de Normandía. Nos alquilamos un apartamento en Caen, un coche y nos recorrimos durante una semana todos los escenarios de aquel hito de la Segunda Guerra Mundial: playas, pueblos, baterías de cañones, estaciones de rádar, búnkers, campos de batalla, cementerios... Todo nos venía bien visitar desde el amanecer, a toque de corneta, hasta que arriábamos la bandera de la unidad cuando el sol se ponía. 

Allá donde ibas, museos, puentes, cruces de caminos... estaba plagado de veteranos de los ejércitos aliados despidiéndose a su forma de su vida, de sus compañeros y de sus escenarios, vestidos con sus guerreras y condecoraciones. Aliados y alemanes, pero estos de forma más discreta, sin ningún tipo de vestimenta militar, que cazabas si estabas atento, como aquel señor muy mayor elegantemente vestido, sombrero fedora blanco incluido, que nos encontramos frente a una de las pequeñas lápidas del cementerio alemán de La Cambe. 

Me acerqué despacio cuando se dio la vuelta para alejarse de allí y le pregunté en francés si le conocía. Se me quedó mirando, escrutándome, como si debiera o no hacerlo, y al final me enseñó una foto de dos soldados de la Wehrmach que sacó de la cartera. Sin decir nada, señaló a uno de los dos jóvenes y a la tumba y después al otro joven y a él mismo. Hostia... No supe qué decirle, nos quedamos mirando, nos encogimos de hombros porque los dos sabíamos de qué había ido toda esa batalla y después darme dos golpes en el hombro, negó con la cabeza, sombrío, y se perdió en silencio para siempre mirando al suelo. 

Con los aliados era diferente. Todo era luz. 7 décadas habían pasado y cada uno de ellos concentraba a corrillos de gente a su alrededor, sentados por el suelo, para escuchar la historia de su guerra concreta en su teatro real. En este sector de playa cayó mi compañero Micke y yo corría por este otro cuando, una ametralladora alemana, la barría desde aquella posición elevada que podéis observar desde aquí. 

Aunque se emocionaban con episodios concretos, alguna imagen terrorífica que seguro les cruzaba por la cabeza y que ensombrecía su mirada aunque no nos la contaran, sus relatos estaban encendidos si no de alegría, al menos de una emoción muy intensa que se le parecía mucho. 

A aquellos abueletes no les gustó tener que ir a esa guerra pero han disfrutado toda su vida de haber estado en ella. Su existencia  ha tenido sentido precisamente por contárnosla a gente como nosotros, que buscando la historia, nos la encontramos de carne y hueso, aún viva, pudiéndole incluso dar la mano o algún que otro abrazo y decirle gracias. Y eso es todo.


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