A Asirón tampoco le gusta la Semana Santa de Pamplona

Procesión de Jueves Santo en Pamplona con la presencia de la banda de la Flagelación de Logroño y el arzobispo, Florencio Roselló durante la Semana Santa de 2025. PABLO LASAOSA
La han arrasado, pero aún hay restos de una ciudad elegante, culta —en el coro distinguí a algún doctor de mis años universitarios—, debajo de todo el ruido hortera de los que mandan con bota de montaña hoy sobre ella.

Impresionan las procesiones de Semana Santa, incluso a los descreídos como yo. Los pasos, el vaivén con el que se desplazan, el crujir de sus andas en mitad del silencio —un poco como el remedo del crujir de la vida—, la cadencia de sus bandas con sus marchas, el cimbrear del fuego de las velas en la oscuridad de la noche, el recogimiento colectivo, la emoción desbordada puntualmente de la gente, como un mar agitado que, de vez en cuando, con una de sus olas riega efervescente el paseo marítimo.

Y no es una cuestión de creencias, no es solo una cuestión de fe. La fe profundiza en el misterio, en el gozo, dicen los creyentes, pero los descreídos también podemos sentir, al sumergirnos en lo sublime de la Pasión según San Mateo. Si no lo crees, al menos ve, como santo Tomás, con los dedos, pasando las yemas por todos los centímetros de belleza con los que te cruces. O con los oídos, en cada una de las arias en las que se desgrana la monumental obra de Johann Sebastian Bach.

Hay algo cautivador en toda esa apoteosis barroca de Andalucía, en esos hábitos robustos como contrafuertes románicos en Castilla. Hay algo hermoso en ese paso de la entrada a Jerusalén, cruzando frente al palacio episcopal de mi infancia, con el cielo azul, los tonos terrosos de la fachada y el dorado de las palmas de los niños agitándose al viento matinal. Andas diseñadas por Víctor Eusa, por cierto.

Mi abuela me llevaba a verlo y después me dejaba pasear por la girola gótica durante la misa del Domingo de Ramos, a mi aire, permitiéndome nadar en esa bella atmósfera de ecos y luces de vidrieras de colores.

Ayer, al reclamo de la campana María —impresiona ese toque metálico sostenido sobre tu cabeza, barriendo el atardecer—, entré en la catedral de Pamplona, preparada para la celebración de los oficios de Jueves Santo. Me quedé mirando un rato la nave central, frente a la Dolorosa, esa cara desesperada, rota… doliente.

La han arrasado, pero aún hay restos de una ciudad elegante, culta —en el coro distinguí a algún doctor de mis años universitarios—, debajo de todo el ruido hortera de los que mandan con bota de montaña hoy sobre ella.

“El silencio y el sentimiento, la emoción y el miedo. Los demacrados, caprichosos destellos de belleza. Y luego la desgraciada miseria y el hombre miserable. Todo sepultado bajo la cubierta de la vergüenza…”

No me extraña que el alikate de Irroña y su banda den la espalda a esta tradición de la ciudad. Lo vi claro, no solo por la elegancia del lugar y la de los vecinos que allí se congregaban, donde no pega su estética de riñonera y bolsa de plástico de botellón, sino también porque esas lágrimas cayendo por el rostro de una madre a la que le acaban de matar a un hijo son un espejo en el que no son capaces de mirarse. Les devuelve toda la inmensidad del vacío que han creado para llegar a ese sillón, y eso, hasta a un desalmado, debe de incomodar.

La desgraciada miseria y el hombre miserable… en fin.

Les deseo una buena y feliz Semana Santa. Y eso es todo.