Feliz Navidad antes de que sea tarde

Un niño de San Ildefonso durante el sorteo de Lotería de Navidad. EUROPA PRESS
"La obligación de los adultos es fabricarles a los niños esos recuerdos que uno guarda toda la vida. No sean cicateros, no se hagan los remolones, no sean severos: denles todos los caprichos que puedan".

No tengo ni un décimo. En el curro, por estas fechas siempre estamos a diez días de salir en antena, con el jaleo de conectar cables para que arranque el espectáculo, y ni nos acordamos de comprar lotería.

Me acostumbré a no pillar en otra vida ya lejana, cuando fui responsable de la zona norte de una empresa y visitaba cuarenta oficinas, cada una con su número diferente de Lotería de Navidad. Imposible. O compraba a todas y me dejaba el sueldo del mes, o elegía unas pocas y hacía un feo al resto. Tanto fue el cántaro a la fuente que un año tocó en Soria: tenía que haberme hecho con un billete, pero en el bar donde tomaba café frente a una de esas oficinas que visitaba… que tampoco tocó.

Este año caí en la trampa y compré dos participaciones, 10 € en total, de un colegio de La Rioja que me vendió el hijo de unos amigos para su viaje de estudios. Supongo que ya las he perdido, porque ni sé dónde las guardé. Si toca, que no reclamaré nada: que se lo queden ellos íntegro y se vayan a Las Vegas o a Ibiza, a hacerse hombres y mujeres como los de antaño, cerrando discotecas, no como los de ahora, que solo piensan en salvar ballenas y el planeta para los cochinos de Asia lo ponen todo perdido.

No tengo ninguna vinculación con el sorteo que se celebra ahora mismo, mientras escribo esto, y siempre lo pongo de fondo porque ese soniquete es música celestial para mis oídos. Me lleva directo a la infancia, a la ilusión de empezar las vacaciones de Navidad, a aquel viaje trepidante de alegría, a mi abuela que me dejaba extender por el suelo de la cocina todos los décimos y participaciones de la familia para ver si nos tocaba algo. Nunca tocó nada, ni una pedrea; o, en realidad, me tocó el mejor premio, si lo piensas bien.

¿Cuánto dura la infancia que es para siempre? Aquel ritual no creo que empezara antes de los seis años —con cuatro o cinco era demasiado pequeño— y dudo que pasara de los trece. A los catorce ya no estás para esas milongas, medio gilipollas, adolescente perdido, y cuando quieres volver a ellas tus abuelos ya se han ido. ¿Seis, siete veces acabé tirado en el suelo con los números ordenados, pendiente de la suerte, convencido como solo un niño puede estarlo de que esta vez sí nos tocaría?

La obligación de los adultos es fabricarles a los niños esos recuerdos que uno guarda toda la vida. No sean cicateros, no se hagan los remolones, no sean severos: denles todos los caprichos que puedan, ayúdenles a escribir la carta más larga del mundo a los Reyes Magos, estén atentos. Porque si no lo hacen, cuando quieran rectificar y llevarlos a ver todos los belenes, las luces, las cabalgatas, merendar chocolates con churros hasta reventar, comer castañas asadas… esos niños también se habrán ido. Y lo echarán de menos, como yo echo de menos a mis abuelos.

Hoy es siempre todavía y mañana ya será tarde para ir a buscar estos días azules y este sol de la infancia..., que escribió Machado. No hay muchas oportunidades —seis, siete, tal vez menos— para compartirla con esos pequeños que estos días van subidos a un vagón de parque de atracciones. Sean horteras, sean cursis, cuanto más mejor: canten villancicos a grito pelado, den abrazos a mansalva, díganle te quiero a quien hace tiempo que no se lo dicen, y que el amor nos corra a leches —casi siempre se escapa, como bien sabe el niño de Love Actually corriendo por el aeropuerto—, pero a veces, solo a veces, sale bien.

Aprovechen el ahora, no lo dejen pasar. No dura ni un suspiro. Feliz Navidad. Y eso es todo.