La política no arregla nada pero puede joderlo todo
La democracia es superior porque garantiza la sustitución de un gobierno por otro sin violencia, pero cuando un gobernante conspira contra este precepto se sitúa fuera de ella y nos arrastra a un terreno peligroso.
Nunca he creído mucho en la política, la verdad. Cuando te vienen mal dadas en la vida, jamás hay un político para echarte una mano. Siempre he pensado que a los ciudadanos la política rara vez les soluciona nada; ahora bien, como la política se empeñe en estropearlo, lo hace a conciencia.
Si he votado hasta ahora ha sido más por esto último, para defenderme de un estropicio mayor, que por una convicción de que las cosas mejorarían poniendo a unos u a otros.
Hace unos años me definía más o menos, de forma difusa, como liberal, por creer que esa era la ideología que menos se metía en la vida de las personas, menos molestaba, más te dejaba a tu aire y menos te sangraba a impuestos que luego nunca ves realmente a dónde van. Hoy ya no me defino: simplemente paso millas. “A mí no me líe”, que es precisamente el título que elegí para estas columnas, no es casual.
Obviamente creo que unas personas son mejores que otras, por su inteligencia básicamente, y creo que ser de izquierdas es especialmente destructivo para la sociedad. No solo son unas ideas que fracasan siempre —ya se han ensayado de todas las formas posibles—, sino que encima se creen moralmente superiores. Como tienen “buenas intenciones”, como si los demás no las tuviéramos, se les perdona el desastre que siempre evacuan a su paso.
Dejando al margen que es una ideología cuya base es el asesinato y que ya por ello debería haber sido ilegal desde el principio, si los aberchándales no se hubieran dedicado como único proyecto ideológico a romper el terreno de juego no habría votado nunca. Les hubiera perdonado hasta ser de izquierdas.
No es que no sepan arreglarte la pintura: es que te dicen que, si rompes el marco que la contiene, la cosa se solucionaría sola. Su proyecto político consiste en negar la existencia del propio terreno de juego.
Si yo hubiera sido de Albacete, donde más o menos tienen garantizado el recinto —nadie quiere que Albacete sea Murcia como solución mágica a sus males—, no me habría acercado por un colegio electoral ni de coña. Pero aquí la culpa de que nos vaya mal no es de la incapacidad de gestión, sino de ser españoles: si dejáramos de serlo todo se arreglaría.
Los feos se volverían guapos y a los calvos nos brotaría de nuevo el pelo. En fin, charlatanes. Resultado: ni pintura ni marco que la contenga. Un 2x1 terrorífico. La tormenta perfecta. No quieren cambiarte la decoración de la casa, quieren demoler los muros de carga. Derrumbe seguro.
Desde el punto de vista teórico, la democracia es superior a cualquier otra fórmula de organización social porque garantiza la sustitución de un gobierno por otro sin violencia. Cuando un gobernante conspira contra este precepto, se sitúa fuera de la democracia. Es lo que ha confesado Sánchez: “yo ya solo estoy aquí para que no gobierne la derecha”. Y para ello se está cargando la estructura institucional del Estado, poniéndola al servicio de esa idea, es decir, de su servicio personal.
Se lo acaba de decir hasta Felipe González —hoy ya considerado “un derechista peligroso” por los enloquecidos votantes de izquierda—: todo lo que trate de frenar la carrera del sanchismo hacia la tiranía se convierte en enemigo. Pero ni así lo ven sus votantes. O sí lo ven y lo desean: mientras ganen los míos, que le jodan a la democracia, que las buenas intenciones de la izquierda son una farsa.
El PSOE y sus socios están decididos a que nunca más gobierne la derecha. De todos los socialistas, Sánchez eligió como referente al más bestia: Largo Caballero, un antidemócrata confeso, un criminal de la peor calaña. A ver dónde termina esto, porque mi generación no había pisado nunca estos terrenos peligrosos en los que nos ha metido el PSOE. La cosa acabará mal. La cosa ya está acabando mal. Y eso es todo.