El PSOE es una película de mafiosos

Y los ciudadanos, ¿qué pintamos en este espectáculo que ha levantado el PSOE? Nada: todos sentados en una sala con una pantalla gigante donde unos aplauden —sus votantes— y otros miramos en silencio

No creo que cualquier tiempo pasado fuera mejor; que el PSOE de nuestra generación, desde el Doberman —aquel anuncio donde dejó de venderte proyectos para pasar a manipularte con sentimientos, que siempre son mucho más baratos—, siempre ha estado en el mismo sitio: la destrucción del adversario inoculando odio a sus votantes; pero al menos disimulaban más y parecían tener más nivel que el que despliegan los cazurros de sus herederos.

Cuando salieron las fotos de la reunión clandestina de Zapatero, en mitad de un monte sin cobertura, con el tipo ese —un conseguidor, lo llaman— con el que se supone hacía negocios millonarios y se comunicaba con un Nokia antiguo para no ser rastreado, pensé: el PSOE ya es una película de Scorsese. España ya no es una democracia, es un set de rodaje.

Y las películas de Scorsese, ya saben, esas que van de poder, dinero, mafia y mafiosos no terminan bien, sobre todo para los que se reúnen en lugares sin testigos, en mitad del monte o en mitad de un maizal, como al que llega en coche Joe Pesci en el papel de Nicky Santoro en Casino, y les dan las del pulpo, a él y a su hermano. Puede que sea la muerte más cafre que he visto en el cine. Qué exageración por su sencillez, qué brutalidad casi científica, sin sentimientos, con ese plano cenital donde acaban los dos en una fosa que parece el portaobjetos de un microscopio.

En fin, Zapatero sabrá. Y el PSOE, que ha entrado en una fase de su existencia en la que se han vuelto descuidados, dejando entreabierta la cortina por la que hemos empezado a ver en directo casi todos sus chanchullos.

A lo cutre, claro: mucho zoom y tembleque; que no están filmados con la precisión de un director como Scorsese. Todo esto parece sacado de una cinta casera, como las que había antes en los salones, en la pequeña videoteca VHS del mueble de la tele, entre la comunión de Fulanita y la función de fin de curso de Menganito.

Se están consumiendo y no solo como metáfora: esa cara membranosa que se le está poniendo a Sánchez, siempre que la veo, me da el mismo pánico que otra mítica escena a la que me lleva: el pecado de la pereza en Seven.

Se empeñan en seguir sonriendo, con ese tipo de sonrisa heladora, desconectada de la mirada, que no sonríe, que clava un aguijón hacia quien va dirigida.

¿Merecerá la pena todo esto? Supongo que para ellos sí: nadie dedica su vida a llegar a un lugar para luego irse por las buenas. Supongo que son capaces de aislarse del incendio y el olor a putrefacción y disfrutar de la piscina en la residencia pública de La Mareta en Lanzarote, donde Sánchez pasa sus vacaciones. Avión privado mediante, más de 600 vuelos lleva ya en estos siete años y medio que está en la Moncloa.

Y los ciudadanos, ¿qué pintamos en este espectáculo que ha levantado el PSOE? Nada: todos sentados en una sala con una pantalla gigante donde unos aplauden —sus votantes— y otros miramos en silencio, sin palomitas ya, con esa incomodidad de quien sabe que no está viendo ficción, pero tampoco encuentra la salida del cine. Y eso es todo.