Vuelve a donde fuiste feliz
Claro que hay que volver donde has sido feliz, no seas gilipollas, ¿dónde vas a estar mejor que en el lugar donde has sido feliz? No les hagas caso a los tristes agoreros. Vuelve, coño.
Cuando leas esto, estaré lejos, porque todo ha salido bien. He cerrado Tuiter una temporada y colgado el carné de amo de casa hasta el regreso. Enrolarse para un último baile cuando ya solo había el silencio del recuerdo, porque el último baile ya lo habías bailado. Qué cosas, tú, qué sorpresas: cuando ya pensabas que nada podría sorprenderte, llega otro bis… del bis.
Lo había dejado, como el tabaco. El año pasado había sido la última, y lo dejo, de verdad. A mí no me líes más. Estoy viejo y cansado, y hace frío. Además, ya me he sacado una foto con Los Planetas.
Pero ha pasado un año y “Ven, vuelve… esta vez correremos más despacio”, que cantan unos amigos en su local de ensayo de Pamplona. Esa Pamplona tan fuera del cutre radar oficial, que tanto me gusta y que no pienso desvelar nunca, ya no, la trampilla por la que colarse para conocerla.
Y volvemos. Claro que hay que volver donde has sido feliz, no seas gilipollas, ¿dónde vas a estar mejor que en el lugar donde has sido feliz? No les hagas caso a los tristes agoreros. Vuelve, coño. Hacer el petate, reencontrarte con la banda que no veías desde hace un año en el punto de encuentro que nadie se ha molestado en cambiar, por el que nadie ha preguntado. Llegaremos todos, como otras veces. Cada uno por su lado. Cada uno de sus cosas. No fallará ninguno. Da gusto currar con ese equipo. Verlos mantener la calma, concentrados, cuando la cuenta atrás se pone seria. Es imposible acercarse a su profesionalidad. Con no desentonar mucho, suficiente.
Tiene que salir bien. Y si no sale bien, como siempre, disimularemos para que el show continúe. Porque siempre continúa, hasta cuando un minuto antes parecía derrumbarse todo.
Meter las herramientas, los cables, las letras, la improvisación, el poco oficio y la creatividad que he conseguido a lo largo de estos años, un libro para leer tirado en el suelo de la trasera de algún escenario, y cerrar la cremallera. Mochila al hombro y del hombro al maletero. Arrancar el coche y salir por primera vez hacia donde ya sabes ir, porque has enfilado este camino durante años.
Cambiar el barullo de la política local, ese pasatiempo divertido que tengo para los ratos de jubilación, mientras espero que se cocinen las lentejas o acabe el centrifugado de la lavadora, que se haga pequeño en el retrovisor por el sonido, por los sonidos que escuche la gente ahora. ¿Qué escucha la gente ahora? A eso voy a dedicar el viaje: a saltar por las pistas de unos cuantos discos que me pongan al día.
Y pillarse, al final, una cerveza fría, con el trabajo hecho; subirte al escenario, en la tramoya donde nadie te ve, o al gallinero con el de los focos, donde tampoco, y tomártela despacio viendo la cara de la peña, y decir que, a fin de cuentas, este torbellino que ahora empieza ha merecido la pena. Trabajar donde la gente es feliz, donde haces feliz a la gente, es un privilegio irrenunciable. Que suba el telón; disfrutaré la vorágine como si fuera la última vez. Cuando las luces se apaguen, devolveremos la mochila al maletero —anónimos agentes especiales— y emprenderemos el camino de vuelta a casa: solitarios, silenciosos, satisfechos, con la misión cumplida. Y eso es todo.