Mudanza

Una maleta

Después de vivir 75 años en una casa de pueblo, de piedras robustas, paredes anchas y benditos silencios, avatares de la vida que no vienen al caso me hicieron dejar mi día a día rural y mudarme a un piso pequeño en una aglomeración de muchedumbre rodeado de asfalto y jaleo.

Yo, que abría el balcón y veía una arboleda y algún que otro pájaro, ahora ya me conformo al levantar la vista con observar las ventanas de un edificio de ladrillo rojizo, como el mío, lleno de treintañeros y silletas de bebé.

Las comparaciones son odiosas, pero me incomodó escuchar los estornudos de mi vecino, la música a todo volumen y la sinfonía dominical del taladro. Cosas de la convivencia, pensé con ciertas dosis de conformismo.

Sin embargo, pasado un tiempo hubo algo que no pude superar, que me resultó insoportable; algo que, de alguna manera, hizo que recuperara mi tono feliz, a pesar de que había tomado (pensaba yo) una decisión irrevocable.

Sí, regresé contento al pueblo, a la tranquilidad, a mis cuatrocientos metros cuadrados de paz. “¿Tú por aquí?”, me preguntaban los supervivientes rurales cuando tiré a la basura el cartel de ‘Se vende casa’. Yo respondía levantando las cejas y cerrando mis ojos grises. ¿Para qué dar explicaciones?

En aquella ciudad de ingratos recuerdos, en aquel apartamento con tabiques de papel no pude soportar el llanto nocturno de mi vecino, un hombre de mediana edad al que un infarto le acababa de destrozar el libro de familia.

Ideación de ‘Mudanza’

Un conocido me cuenta que le estremece escuchar el llanto de su vecino, un anciano viudo.

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