Debía entregar un sobre en una calle del primer ensanche pamplonés, así que me puse manos a la obra. Con el quehacer terminado escuché un “espera, espera, que bajo”...
Hay palabras que uno, antes de entender su significado, las vive en sus propias carnes. Al menos eso me sucedió cuando aún tenía dientes de leche y nadaba con flotador o manguitos.
Un conocido me dijo hace poco que en sus cuarenta años de albañilería le había ocurrido de todo. Y yo, que siempre cuento con una pregunta en la recámara, le lancé un interrogante que cogió al vuelo.
Cuando abrí aquella caja de cartón llena de inutilidades, me trasladé al verano de 1992. Era una caja pequeña, de puros, en la que vi un puñado de sobres, varias fotografías y un par de llaveros del tal Cobi.
Quise quedar con un amigo para ponernos al día, pero me dio una media verónica. En concreto, no sé qué me comentó de la Play, del FIFA, de su hijo y de alguna partida pendiente.
Llevo buena parte de este invierno escribiendo un texto que, si mis musas (jajajaja), algún lector de mucha confianza y mi editora quieren, podría convertirse en una novela. A ver…
-Claro que sí, tía. Ahora mando a estos dos fortachones y te cambian la cama de habitación. No les va a pasar nada por dejar un rato la PlayStation. Todo el día con los puñeteros videojuegos...
De vez en cuando me gusta visitar Olite y, como anteayer me lo pedía el cuerpo, me acerqué. No voy a hablar de su castillo, de sus rúas estrechas, de sus bodegas.
Los niños de San Ildefonso siempre son niños de San Ildefonso; da igual que tengan catorce años o setenta, que hayan cantado el Gordo o una pedrea, que salieran en la época de la tele en blanco y negro o que lo hagan hoy en las pantallas planas.
Se empeñó en esconder el dinero en el trastero. Renegaba de ingresarlo en las fauces de la sucursal bancaria y el colchón tampoco le transmitía confianza, al ocuparlo a medias con su desavenida esposa. No eran 5.000 euros, eran sus 5.000 euros.
Solía tomar las decisiones con determinación salvo ante medidas complejas, que le obligaban a recurrir al pretérito consejo que recibió de un catedrático.
El otro día encontré en lo alto de un armario un periódico de los que ya no sirven ni para envolver pescado... De aspecto amarillento y rancio, sus hojas crujían como patatas fritas y la información resultaba más que arcaica.
La semana pasada, después de recibir un par de malas noticias de distinta importancia, fui a un bar a sellar una bonoloto con la intención de cambiar mi suerte y, de esta forma, aparcar mi crispación.