Soledad

Una anciana sentada en una silla. ARCHIVO

Me dio la impresión de que me iba a contar alguna batallita de esas en la que uno pretender activar el piloto automático, pero no...

Me ha venido a la memoria algo que me ocurrió en mayo. Desde una residencia de ancianos navarra me invitaron a hablar de mi penúltima novela, El destino de Sofía (sahats), y, cuando ya me iba, se me acercó ella.

Alta y locuaz, por su acento, intuí que podría ser gallega o asturiana. Se expresaba con mucha soltura y gesticulaba casi en exceso. Me contó doscientas mil cosas que olvidó al instante mi memoria de pez, salvo una.

-Tengo dos hijos, uno vive en Islandia y el otro en Zaragoza.

Me dio la impresión de que me iba a contar alguna batallita de esas en la que uno pretender activar el piloto automático, pero no. No.

-A mis casi noventa años, ¿tú te crees que me venga a ver más el forastero que el que está aquí al lado?

Yo no supe bien qué decir…

-El de aquí, con suerte, me visita dos veces: por Navidad y en mi cumpleaños cuando se acuerda... En cambio su hermano, no sé cómo se las arregla para verme cuatro, cinco y hasta en seis ocasiones al año. ¿Y sabes por qué? ¿Te lo digo? Porque querer es poder, Juan.

Recuerdo que ella encogió los hombros, cerró los ojos y dio media vuelta en aquel pasillo de paredes blanquecinas mientras me dijo al alejarse: “A ver si escribes pronto otra novela y nos vienes a visitar”.

Ideación de ‘Soledad’

De vez en cuando me viene a la memoria la conversación que acabo de reproducir.

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