No estamos aquí para jugarnos la vida

Imagen de archivo de una persona que sale a correr en Pamplona. ARCHIVO
Hay algo fascinante en correr. Ese viaje que emprendes, en el que puedes quedarte en la capa que te de la gana, exclusivamente la física, la mental o incluso llegar a la literaria.

Hay que ir más allá, a ver qué nos encontramos cuando traspasamos el límite. Exploradores del abismo, como la novela de Vila Matas. Caminantes sobre él, como la tercera prueba a la que se enfrenta Indiana Jones en La última Cruzada: Solo el que salte de la cabeza del león, probará su valía.

Sería lo ideal, exilarse lejos y recorrer senderos remotos, pero se puede emprender la huida también hacia el interior, investigarse, pero no con ese rollo místico que se traía Jim Morrison y sus puertas de la percepción, de forma alucinada, en los Doors, sino como algo más mundano, menos destructivo, más edificante.

Ahí no estado nunca y quiero ver qué ocurre, ver qué me ocurre. Aprietas los dientes y subes el ritmo. Tensas los músculos y llegas más lejos. El corazón late veloz, la sangre se bombea con mayor fuerza, la respiración se dilata para que entre un centímetro cúbico más de aire en los pulmones para arañar un átomo más de oxígeno.

Hay algo fascinante en correr. Ese viaje que emprendes, en el que puedes quedarte en la capa que te de la gana, exclusivamente la física, la mental o incluso llegar a la literaria, que es un poco como aquellas láminas de los noventa en las que tenías que forzar la vista para meterte dentro, donde ya de forma apacible veías una figura que se formaba en tres dimensiones. Ser un Doctor Livingstone de ti mismo, divertirte con el paseo por el espacio que se ha creado. Ser Alicia buscando hasta dónde llega la madriguera de conejo. Y lo mejor, de forma inofensiva.

Cuando no se puede en velocidad, menos minutos, en resistencia, más distancia. Hay que probarse, llegar hasta donde cree tu fantasía que está el infarto, y dejarse llevar,  por ese territorio nuevo, cambiando el ataque cardiaco por el de ansiedad, hasta que describes fascinado que no pasa nada, que ni tú físico falla ni tu psíquico te deja tirado y disfrutas, campo abierto, nunca has estado aquí, quince segundos menos por kilómetro que la vez que corrí más deprisa es suficiente, aunque sigas sobre la cinta del gimnasio de siempre.

Lo bonito de correr es que no hay épica, es decir, el drama que puede haber en una expedición al Himalaya, donde la muerte ronda a cada paso. Aquí, lo más grave que te puede pasar es que te pares y vuelvas caminando a casa. No estamos aquí para jugarnos la vida, no lo necesitamos. Lo nuestro es algo más irreverente: solo queremos pasar un buen rato ojeándonos como si fuéramos cada uno una biblioteca nueva que explorar.

La vida trágica de Emil Zatopek, que cuenta Jean Echenoz en su libro Correr, pura literatura, cesaba cuando se ponía a entrenar. Su transcurrir diario gris por aquella Checoslovaquia comunista era humo y cenizas. Cuando competía todo se volvía luminoso, multicolor. Cada vez que me pongo las zapatillas y salgo a trotar, es en homenaje a la locomotora humana: oro en los 5.000m, 10.000m y maratón de las Olimpiadas del 52 en Helsinki, y un poco también a ese autor que dejó escrita esa joya que si quieren echarle un ojo la tiene en Anagrama.

Si no hubiera genios que nos enseñaran a desbrozar la jungla y darle forma humana a la inmensidad, sería imposible que existiéramos la legión de desenfocados oficinistas que disfrutamos cada uno con nuestro propio camino, a nuestro ritmo que nunca será el más rápido, el mío, concretamente, es el más lento, pero sí que será el más feliz. Y eso es todo.