La ikurriña solo nos trajo destrucción

La Presidenta de Navarra, María Chivite, y el Lehendakari del Gobierno Vasco, Imanol Pradales, suscriben en el Palacio de Ajuria Enea el Protocolo General de Colaboración entre la Comunidad Foral de Navarra y la Comunidad Autónoma de Euskadi. GOBIERNO DE NAVARRA
"La ikurriña, para mi generación, solo es la bandera de una ideología imperialista, violenta, invasora, racista y machista. En su nombre se asesinaba, se extorsionaba, se señalaba a quien no se plegaba al credo aberchándal".

Lo pensaba el otro día, después de ver a Txibite dejarse humillar por los aberchándales en la sede del Gobierno Vasco. Ninguna presidenta autonómica con un mínimo respeto por su cargo habría firmado un acuerdo político en una sala sin los símbolos propios de su comunidad. Los símbolos no son un adorno: son la forma visible de la legitimidad. Representan el lugar desde el que hablas, la soberanía que encarnas.

Pero en aquella escena solo estaban los símbolos del otro. La bandera ajena, el relato ajeno, el escudo ajeno, siempre amenazante con ese cuartel en rojo como una celda que nos reservan a los navarros, por debajo incluso de los alaveses. Txibite, sin la bandera de Navarra detrás, no era la presidenta de Navarra; solo es una mindundi sin interés alguno. Era una figura despojada de sentido institucional, una presencia vacía. Sin los emblemas que la sostienen, no representa a nadie. ¿Qué interés puede tener una firma de Txibite? Lo importante es que la firma sea de la presidenta de Navarra, que no firmó, porque allí no estaba institucionalmente Navarra.

Dile a los aberchándales, que llevan décadas soñando con anexionar Navarra, que los símbolos no importan. En las imágenes difundidas a los medios hay más ikurriñas que botellines, más deseo de dominación que gesto de entendimiento.

Y con tanta ikurriña, me vino a la cabeza una pregunta que me acompaña desde hace años: ¿qué significa realmente esa bandera para la gente de mi generación?

Bajo el manto de lo sagrado muchas veces se esconden monstruos, y al nacionalismo vasco le ocurre todo el rato: convierte sus símbolos en altares que no puedes debatir; es más, no puedes ni interrogarte por ellos. Ellos, que discuten todo el orden establecido, no toleran —les llevan los demonios— que tú les discutas algo. Tienes que aceptarlos y punto. Y claro, en el siglo XXI, eso de “y punto” ya no opera como antes, así que descorres la tela y miras qué hay debajo.

La ikurriña, para mi generación, solo es la bandera de una ideología imperialista, violenta, invasora, racista y machista. En su nombre se asesinaba, se extorsionaba, se señalaba a quien no se plegaba al credo aberchándal.

Tiene poco más de un siglo de historia, y la mitad de ese tiempo ha estado manchada de sangre. La ikurriña es un símbolo colonialista, de un proyecto siempre expansivo, que sueña con absorber territorios y borrar sus diferencias bajo un mismo color. Pregúntales a los alaveses dónde ha quedado su idiosincrasia. Perdida para siempre.

Para quienes crecimos en la libertad de los 80 y 90, esa bandera solo representa el estruendo de las bombas, el llanto de los entierros, a los asesinos vociferantes y a las víctimas silenciadas. Es una bandera que solo nos trajo miedo. La ikurriña gotea sangre. Bajo ella solo hay un charco de asesinatos de niños, de torturas en zulos, de destrucción y escombros, de olor a quemado, de muerte. En su nombre se han cometido las atrocidades más salvajes que a muchos nos ha tocado vivir.

Cuando vemos a una presidenta de Navarra posar bajo la ikurriña, sin los símbolos navarros al lado, no se ve un gesto de cooperación entre dos administraciones: solo se ve sumisión a un proyecto que, a estas alturas de la película de la historia, debería estar desterrado de nuestro presente para siempre. Y eso es todo.