Viva Navarra
Ese verso del maestro Turrillas siempre me ha parecido la definición más delicada de lo que es Navarra: lo que en ti resuena, el eco de lo que somos, donde estés.
Cada uno tenemos nuestra Navarra, la que resuena dentro. La mía es ese rayo que ilumina el Camino de Santiago desde San Juan de Pied de Port, Roncesvalles, la Pamplona de mi madre, Tierra Estella mediante: Puente la Reina, Estella, Ancín, claro, con su secadero de jamones, Los Arcos, donde durante años vivieron mis abuelos, con la sierra de Codés al fondo, donde nació mi padre, hasta Viana, la de la fábrica de galletas Marbú, Martínez Bujanda, que alguna vez nos trajo de críos a casa cajas y cajas porque eran conocidos de la familia.
Ahora que lo escribo, que lo pienso, a mí, Navarra, más que por el corazón me ha entrado siempre por el hambre, por la sed de vino de la Ribera, por el estómago.
No hay sentimiento navarro que no pase por una mesa. El chuletón del Valle del Baztán que te cuelga del plato, las pochas de Sangüesa, la cuajada de la Ulzama, los pimientos del piquillo de Lodosa brillando como la bandera, el queso de Roncal recio y que acaricia, las verduras de Tudela, que quizás sea lo más sano que tengamos. El vino de la Ribera, generoso, que no se anda con rodeos. Todo eso es Navarra también, quizá lo más Navarra de todo.
Donde quiera que estés, como aquella vez en que, sentado en el Café Gijón, tras una boda en San Fermín de los Navarros, me di un último homenaje como cena de despedida y, después de un pacharán, que al final fueron dos, decidí volver a Navarra, a volver a empezar, una noche tibia del mes de julio.
Lo recordaba ayer pasando por esa misma iglesia. Me ha pillado currando en Madrid este 3 de diciembre y, aunque descreído, también es mi santo. Trataba de darle forma a este artículo sobre qué era Navarra para mí y solo tenía una frase: Para mí Navarra es el espectáculo pirotécnico de la Vía Láctea que se ve desde lo alto del Perdón una noche de verano, ese manto que desciende sobre Tierra Estella, sobre mi Tierra Estella familiar.
O el calor de las noches frías de invierno en aquel ángulo del Sadar de las entradas infantiles, cuando todo aún era una ilusión y vibraba en mí Navarra entera con el verso del himno de Osasuna atronando por la megafonía. Ese verso del maestro Turrillas siempre me ha parecido la definición más delicada de lo que es Navarra: lo que en ti resuena, el eco de lo que somos, donde estés.
Da igual estar lejos, porque Navarra es un lugar, pero también una forma interna de reverberar.
Si se han fijado, por ejemplo, en Pamplona, las iglesias más icónicas no destacan por sus portadas. Es en el interior donde está la belleza, el secreto, la esencia. Así somos los navarros: la fachada puede ser sobria, incluso severa, pero dentro guardamos catedrales. A los navarros, desde siempre, nos cuesta abrirnos, pero cuando lo hacemos ocurren prodigios. Viva Navarra. Y eso es todo.