Comercio Local

Javier, el navarro que mantiene una de las últimas pescaderías en un barrio de Pamplona: “Me fastidia cerrarla”

Javier Aranguren en la pescadería Arana, situada en el barrio pamplonés de la Rochapea. Navarra.com
“Trabajo con mi señora y nos va bien. Estamos encantados. Con pena, pero con ganas de jubilarnos, y tenemos la misma edad”, asegura.

En una esquina discreta de la calle Sarries número 1, sobrevive una de esas tiendas que parecen detener el tiempo. Detrás del mostrador, entre cajas de marisco y el olor del pescado recién llegado, está Javier Aranguren Górriz, un hombre tranquilo que ha dedicado la última década de su vida a mantener vivo un oficio que desaparece poco a poco en Pamplona.

El local, la Pescadería Arana, lleva más de 40 años abierta en el barrio de la Rochapea, uno de los más antiguos y populares de la ciudad. Allí, entre vecinos de toda la vida y nuevas construcciones que han transformado la zona, Javier sigue despachando pescado fresco del norte, mariscos y congelados como lo han hecho siempre los buenos pescaderos: con cercanía, conversación y oficio.

“Vivo en Pamplona desde que me casé. Aquí hace ahora diez años que cogí la pescadería y tengo 63 años”, explica con serenidad. Dice que su relación con el mar viene de lejos: “En el pueblo (Añorbe) teníamos la familia pescadería y campo. Luego, al casarme, salí de casa y estuve diez años con un camión de congelados. Después, 14 años con un camión de maderas, y cuando la crisis nos echó al paro con 50 años, fue entonces cuando regresé a la pescadería”.

La decisión de volver al mostrador fue más que una necesidad: fue una forma de reencontrarse con sus raíces. “No me arrepiento para nada de coger la pescadería. Me gusta estar con la gente. Hemos nacido entre la gente y hemos estado toda la vida así, a gusto”, asegura mientras coloca con cuidado unas merluzas sobre el hielo.

El negocio que ahora dirige lo compró a sus antiguos dueños de apellido Arana, Enrique y Mari Jose, un matrimonio muy querido en el barrio que decidió jubilarse tras décadas al frente. “Tengo un poco de todo, cosas bonitas que les gusta a la gente. Son unos clientes muy majos y estoy contento, la verdad. La pena es que estos negocios se cierran. Detrás mía no hay relevo. Si alguien quiere… pero va a ser muy difícil”, confiesa con una mezcla de orgullo y resignación.

A su lado trabaja su mujer, Begoña, con quien forma un tándem perfecto. “Trabajo con mi señora y nos va bien. Estamos encantados. Con pena, pero con ganas de jubilarnos, y tenemos la misma edad”, comenta entre risas. Su hija Andrea ha seguido otro camino profesional: “Ella trabaja en otra cosa, es profesora de Educación Infantil”.

El futuro, reconoce Javier, no pinta bien para los pequeños negocios. “En año y medio, ya fin de curso hacemos. Estoy contento y encantado con la pescadería, pero me fastidia cerrarla porque es una pena. El barrio se va a quedar a mínimos, y eso está pasando ahora en todos los barrios”, lamenta.

Y es que cada vez quedan menos pescaderos en la zona. “En el barrio está escaseando el pescatero. Esto se va a acabar. Hay uno un poco más joven que yo, pero con el tiempo… y en el mercado estamos muchos ya de bastante edad, tirando para arriba. A cerrar los negocios pequeños”, advierte.

Pese a la dureza del oficio, insiste en que sí se puede vivir de ello. “La gente no quiere trabajar, pero se puede vivir bien. Hay que madrugar a las cinco de la mañana para ir a Mercairuña, pero los de la Volkswagen también madrugan. Hay que entender de esto, pero se puede aprender. En unos meses se aprendería. No es tan difícil. Es dar un buen servicio y dar cariño a la gente. Los jubilados me dicen que no me vaya”, cuenta con afecto.

Y ese cariño es recíproco. Las reseñas en redes sociales lo demuestran: “Pescado súper fresco. Todos los días veo lo que tiene en los estados de WhatsApp. Le mando mensaje para que me guarde lo que me apetece, y cuando salgo de trabajar lo recojo. Un servicio de 10”, escribe una clienta habitual.

Otra lo resume mejor: “Si queréis comer pescado fresquísimo, id a Pescadería Arana. Una pareja estupenda y muy amables. Buena calidad y buen trato cada vez que les visito. Les seguiré comprando. Producto y servicio inmejorable”.

Cada mañana, Javier abre la persiana con la misma rutina de siempre. Saluda a los vecinos, revisa el género y conversa con los clientes que entran buscando una merluza, un rape o un poco de pescado azul. Lo hace sabiendo que su tienda no es solo un comercio: es parte de la historia viva de un barrio que poco a poco va cambiando, pero que aún conserva el sabor de los oficios de siempre.