Asesinato de José Javier Múgica (UPN): la condena que aún falta
En el lenguaje político, pocas palabras encierran tanta carga ética, moral y colectiva como condena. Condenar implica asumir una posición inequívoca ante el mal; implica no solo rechazarlo, sino deslegitimarlo sin matices ni excusas. Sin embargo, en algunos entornos por todos conocidos, el uso de este término sigue siendo un ejercicio de contorsionismo moral, una evasión constante que, tras más de una década del final de ETA, continúa proyectando sombras sobre la memoria y la convivencia en España, y de manera más directa en Euskadi y en Navarra.
El juicio celebrado en la Audiencia Nacional vuelve a poner de manifiesto esta realidad. Ainhoa Múgica, exmiembro de ETA, ha reconocido que dio la orden de asesinar al concejal de UPN José Javier Múgica en 2001. La frialdad con la que se ha admitido la ejecución de un crimen por causas políticas —planeado, decidido y ejecutado contra un representante democrático— nos confronta con una pregunta incómoda pero necesaria: ¿qué más hace falta saber y conocer de ETA para condenar sin paliativos su existencia?
La respuesta no está tanto en la ignorancia como en la persistencia de una cultura política que, en algunos, todavía se resiste a una autocrítica profunda. La izquierda abertzale ha sabido adaptarse al escenario democrático, incluso capitalizar el final del terrorismo como un triunfo propio, pero sigue existiendo un límite discursivo, un punto ciego: la imposibilidad de pronunciar una condena clara, sin justificaciones históricas ni apelaciones al “conflicto político”. Esa reticencia perpetúa la idea de que la violencia tuvo un sentido, que fue “necesaria” o “comprensible”, cuando en realidad solo sembró dolor, miedo y fractura social.
No se trata de reabrir heridas, sino de cerrarlas con verdad y con justicia. Los jóvenes que hoy reproducen consignas del entorno de ETA —como los que protagonizaron los incidentes de la semana pasada en Pamplona— son el síntoma de una pedagogía fallida. No vivieron la violencia de los años de plomo, pero la heredan como un símbolo de rebeldía desinformada. Esa memoria distorsionada es alimentada por discursos ambiguos, por líderes que prefieren hablar de “todas las violencias” antes que reconocer la naturaleza terrorista de ETA.
Y aquí surge otra pregunta: ¿en qué estamos fallando como sociedad? ¿En las familias, que quizá han evitado hablar de aquel pasado doloroso o incluso lo justifican? ¿En los colegios e institutos, donde la historia reciente se aborda con miedo o se pasa de puntillas? ¿En las universidades, donde el compromiso crítico a menudo se confunde con la equidistancia? La respuesta debe ser colectiva: necesitamos una educación cívica que no solo enseñe hechos, sino valores; que no relativice el terrorismo ni glorifique el odio. Es necesario incorporar testimonios de víctimas, reforzar la memoria democrática y promover espacios donde la verdad se escuche sin filtros ni justificaciones.
Moralmente no se puede apoyar a quienes siguen manteniendo el espíritu de la lucha armada o callejera. Los partidos que lo hacen, y sobre todo sus votantes, deben reflexionar sobre ello y exigir a sus dirigentes que se planten ante esa ambigüedad moral; de lo contrario, serán sus cómplices. Condenar a ETA es también condenar a su entorno y a todos aquellos que, hoy en día, aún son incapaces de hacerlo. El silencio o la justificación son formas de complicidad que prolongan la herida y ensucian la memoria colectiva.
Frente a ellos, merece recordarse a quienes sufrieron el acoso diario, a quienes perdieron a un ser querido, a quienes tuvieron que marcharse de su tierra o vivir escoltados durante años. Su resistencia silenciosa, junto con la labor de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y el conjunto de la sociedad, fue la verdadera victoria sobre el terror. No hubo derrota militar de ETA, pero sí una derrota moral y social impulsada por la firmeza democrática de las víctimas y por una ciudadanía que dijo basta.
La palabra condena no debería ser un obstáculo ni una prueba de lealtad política. Es un principio ético básico, una línea que separa el pasado de horror del futuro de convivencia. Mientras siga costando pronunciarla, seguirá pendiente la tarea de construir una memoria libre de ambigüedades. Porque sin condena no hay justicia, y sin justicia, no hay paz auténtica.
Eradio Ezpeleta Iturralde
Criminólogo. Compañero y amigo de José Javier Múgica.