Me empeñé en hacer algunas cosas la mañana del día de mi boda que crisparon a más de cuatro: jugar a pala, almorzar huevos con jamón ya con el ‘uniforme de recién casado’ y lavar el coche que me llevaría, poco más o menos, hasta el altar.
“Haz lo que te dé la gana, total, lo vas a hacer igual” fue la tonadilla que escuché a través de mi teléfono móvil gracias a las palabras de mis familiares, amigos y, por supuesto, de mi futura esposa con la vena del cuello del tamaño del cauce del Danubio.
Yo, a lo mío, hice buena la frase de que “tienen un problema para cada solución”, así que perdí 34-40 en un partido de pelota muy disputado que jugué en un frontón descubierto; desafié todos los riesgos posibles al untar la yema del huevo frito rozando la corbata de seda natural y pagué cinco euros por lavar el coche. A algunos les debía parecer Frank Cuesta en cualquier jungla.
Cuando entregué el billete al empleado de la gasolinera, empezó a adecentar el vehículo que me iba a conducir al primer día del resto de mi vida. He de reconocer que siempre me ha dado respeto entrar en un túnel de lavado a merced de los cepillos de colores y de la parsimoniosa velocidad del proceso de aclarado y secado.
De repente, todo se detuvo, y ahí estaba yo, hecho un pincel para la ocasión, engominado, afeitado, con mi almuerzo en el cuerpo y una avería en el interior de aquel túnel. “No me voy a poner nervioso, no me voy a poner nervioso”, pensaba. Me dieron las diez y las once, la una, las dos y las tres... En el altar, mi novia me esperaba primero con preocupación, más tarde con ira y, mucho después, con lástima y dosis de indiferencia.
Nos tuvimos que casar por poderes. Hoy es nuestro aniversario y sigo metido en el túnel, del que nadie me ha podido rescatar. Dicen que este suceso es un caso único. Como yo…
Ideación de ‘Túnel de lavado’
La semana pasada fui a lavar el coche y, de pronto, se fue la luz en aquel claustrofóbico espacio de ruido y agua.
Caracteres con espacios: 1.995
