“Tendría que haberme movido mejor, dejar los ideales a un lado y hacerme rojo para ganar dinero”.

Con el PSOE siempre es lo mismo. Lo tienen tan sistematizado que podrían darle el premio al empresario del año. Son unos genios. Yo me imagino las sedes socialistas como esas cadenas de montaje ultramodernas, con robots moviendo piezas a toda velocidad, o como esa diosa india de múltiples brazos, gestionando a seis o dieciséis manos mientras habla por teléfono, manda un WhatsApp, envía un correo, hace señales de humo o aporrea la txalaparta —¡kitikling-kitiklong!— y el tam-tam. No importa el medio, el objetivo es siempre el mismo: “Oye, te llamo porque te voy a pedir una cosa”.
Unes los puntos, como en esos pasatiempos de la infancia —del uno al dos, del dos al tres, del tres al cuatro… del cincuenta y siete al cincuenta y ocho, del noventa y nueve al cien—, y voilà, ahí está: el dibujo de siempre. El perfil de una querida compañera socialista o un querido hermano socialista que brota, como un champiñón, para cobrar un sueldo en una empresa pública. ¡Bravo!
¿Dónde había leído yo sobre otro socialista cuya mujer, ¡tachán!, acabó en un puesto en una empresa pública? No caía, lo confieso. Hay tantos casos que, aunque lo tenía delante de las narices, lo había olvidado. Me puse a buscar hasta que di con él.
Tuvo suerte, veo. Su caso saltó a los medios un mes antes de la dichosa pandemia, aquella que el PSOE aprovechó para robar a manos llenas mientras nos tenía encerrados a cal y canto durante dos meses con estados de alerta ilegales. Sin criterio médico, sin un comité sanitario que lo avalara, solo por una cuestión política: que no molestáramos mientras se llenaban los bolsillos. “Más mascarillas, necesitamos más mascarillas, vuelvan a ponerlas obligatorias en la calle, que la gente se está relajando y nosotros aún podemos rebañar el fondo del barril de los dineros públicos”. Que no quede ni un céntimo. Ay, qué tiempos.
¡Coño, Remírez! Javier Remírez, aquel que fue vicepresidente con Txibite y que, por lo que sea, recibió una patada del PSN que lo mandó al Senado. Allí sigue ganando el mismo dinero, pero sin el foco encima, como si hubiera dejado de existir. Porque para eso sirve el Senado, realmente.
Si se dan una vuelta por la madrileña calle Bailén número 3 —donde la luz del atardecer es la más espectacular que he visto en mi vida—, a lo mejor se lo encuentran y pueden preguntarle ustedes mismos. ¿Sigue su mujer —vaya casualidad, ya sabemos que de forma legal, no nos malinterprete, señor senador, que encontró la oferta en InfoJobs, claro, cualquiera podría haberla conseguido, seguro que nos habrían elegido a nosotros, las mismas oportunidades tuvimos, sí, me hago cargo— trabajando en la empresa pública Nasuvinsa?
Quién fuera pariente de un sociata y tuviera sus 60.000 euros de sueldo cada mes para los gastillos. Ay, miro mi vida con melancolía y asumo mi derrota. Tendría que haberme movido mejor, dejar los ideales a un lado y hacerme rojo para ganar dinero, me digo, mientras recito el verso de un poeta pamplonés que conocí en los 90, que resume perfectamente mi poco talento para el trinque: “…aquella última partida de ajedrez donde hice malos movimientos desde el principio”. Y eso es todo.