• lunes, 17 de febrero de 2025
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Opinión / A mí no me líe

Los pueblos de Navarra han muerto

Por Javier Ancín

Hace 40 años había un trajín de coches que era la vida. Ahora no queda ni uno, que es la muerte. Me planto en mitad de la carretera general para fotografíar la larga recta con sus toboganes. En mi infancia esto habría sido un suicidio. Hoy también, pero por lo contrario, por la ausencia de tráfico".

Calle vacía en un pueblo en Navarra.
Calle vacía en un pueblo en Navarra.

Estuve ayer martes por Tierra Estella, en el pueblo de mis abuelos. Fui a un entierro. A llevar a familiares a un entierro. Hacía mil años que no venía por aquí. Qué triste está todo. Donde antes hubo jaleo, movimiento, vida, ya solo quedan postales, muy bonitas, eso es indiscutible, que tampoco puedes enviar a nadie porque ya nadie quiere recibir postales. Hace tiempo que dejamos de mirar a diario los buzones de las casas.

Todo es desolación. Como si lo hubiera arrasado una guerra extraña, una guerra de otro tipo que se hubiera llevado la vida lejos pero dejado todos los edificios intactos para que los destruya el tiempo. Aquí ya no late nada. No hay pulso. La tarde es un espectáculo, con una luz de primavera bellísima pero que no calienta el mármol de las tumbas. Las sepulturas siempre están frías, da igual cuando las toques.

Miro la cooperativa de vino con el cierre echado. Tiene pinta de llevar algunos años así, descolorida, desdibujada, blanquecina como si se la estuviera comiendo la niebla cada minuto. Con el movimiento que tenía esto cuando venia de pequeño de visita. Los pueblos ya son solo patios de un asilo por el que se pasean espectros.

Tengo la sensación de que no he visto nacer nada, de que todo ha sido en mí un ir paseando por diferentes estadios descendentes de la existencia hasta llegar siempre a Comala. Una y otra vez. Nacimos en tiempos del esplendor rural, quizás un poco después, donde la suerte ya estaba echada, donde el pescado estaba vendido, donde la pieza acababa de ser cosechada y hemos ido viendo su decadencia, su desmoronamiento, su cierre, su pérdida, su muerte. Después de aquella exitosa siega ya nadie preparó la tierra de nuevo para ser sembrada.

He visto nacer, como mucho, barrios. En Pamplona todos ellos grises, sin chispa. Es a lo máximo que he llegado. ¿A dónde ha ido la vida en Navarra?

No entro a la iglesia porque yo hace tiempo que no entro a ningún lado. Solo salgo, de todos los sitios, y me voy a caminar por el pueblo, abrumado por la cantidad de luz que hay hoy aquí, demasiada, resplandeciente como una explosión nuclear. Busco el libro del Apocalipsis en el móvil y leo al buen tuntún, mientras avanzó por las calles. Parece que piso micrófonos. Hay un eco salvaje, como si estuvieran probando el sonido de una verbena. "El que tenga oídos, que oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias".

Curioso toparme con esta frase a las primeras de cambio. Pues ya que estoy, me digo, escucho. Tarde azul, soleada y fría. Silencio sepulcral, que no es ausencia de sonido sino un pino meciendo sus agujas al son del viento, creando un silencio de arañazos. Se oye un perro ladrar, algún trino de un pájaro lejano que no identifico. Suena el silencio, no me había parado a comprenderlo nunca. La nada no existe en el mundo. Subo por el Camino de Santiago y el sol declina, fuerte, cegador, hacia el horizonte.

Una caldera ruge, se incendia, pero no dura ni medio minuto. Lo que alguien haya tardado en necesitar el agua caliente. Mis pasos retumban en el cemento como si los posara en los parches tensos de un tambor. Cuando parece que se puede lograr el silencio todo es un estruendo. Una puerta en algún lugar del pueblo se cierra y retumba como un cañonazo. Su eco revolotea entre las palomas, que salen volando, creando con sus alas más sonido, como de latigazos. Pasa un avión, a diez kilómetros de altura, un avión de la portuguesa Tap, que murmulla, musita, que expele aliento. Me dice la aplicación del móvil, la que uso para ver el tráfico aéreo, que proviene de Zúrich y que tiene como destino Oporto. La campana de la Iglesia anuncia las cinco y media de la tarde. No me cruzo con nadie. Qué raro es todo.

Hace 40 años había un trajín de coches que era la vida. Ahora no queda ni uno, que es la muerte. Me planto en mitad de la carretera general para fotografíar la larga recta con sus toboganes. En mi infancia esto habría sido un suicidio. Hoy también, pero por lo contrario, por la ausencia de tráfico, que es como decir por la ausencia de sangre moviéndose por las arterias. Todo se ha solidificado. El rigor mortis es esto. Había más progreso, más futuro antes que ahora, que todo es muerte. Sin coches los pueblos son tanatorios. Me monto en el mío y me piro. Qué seguro me siento en el coche. Siempre. Pongo una canción del último disco de Blur: With godspeed, I'll heed the signs. I saw the solstice, the service station on the road... y nada malo parece que pudiera suceder aquí dentro nunca. Y eso es todo.

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