Caí en aquel restaurante de mala muerte un sábado de esos que no parecen sábado. Mi intención, la de cualquier mortal que aterriza a las tres y pico de la tarde en ese tipo de establecimientos.
- jueves, 12 de diciembre de 2024
- Actualizado 09:19
Caí en aquel restaurante de mala muerte un sábado de esos que no parecen sábado. Mi intención, la de cualquier mortal que aterriza a las tres y pico de la tarde en ese tipo de establecimientos.
-¿Han cerrado la cocina?
-No. ¿Viene usted solo?
-Sí.
-¿Qué le parece esta mesa?
-¿No podría sentarme junto al ventanal?
Me encanta ver gente. Creo que es un buenísimo entretenimiento. Este señor que pasa con un maletín, ¿será viajante, abogado o se dedicará a la pedicura? ¿Y la joven de la bicicleta? Seguro que va a la facultad a terminar el curso. Digo eso, pues el Hexágono de la Facultad de Medicina está a cinco minutos de legionario del escaparate del restaurante.
-Hoy tenemos consomé, pasta con queso o alcachofas y cordero asado, perdiz escabechada o hígado. ¿Qué le apetece?
-Vaya… Tomaré consomé. Sólo consomé. Para beber, agua sin gas, por favor.
La calle se quedó vacía, algo raro a esas horas, así que puse mi vista y mi atención en una pareja joven que se había sentado a mi derecha. La cara de él me resultaba familiar; creo que era un defensa del Athletic de Bilbao. Su novia, amiga, mujer, hermana, prima o quien fuere, miraba la carta con aspecto de opositora a notarías.
-Aquí tiene su consomé.
-Gracias, respondí.
También me fijé en un camarero de expresión triste que le acercaba la perdiz escabechada a un señor que ya se había comido media vida. Canoso, con poco pelo y cara de oveja, se colocó unas gafas al estilo de las que luce Gepetto. Se me enfrió la comida mirándole; qué manera de limpiarla; las patas, las alas, la zona de las pechugas, todo. Manejaba los cubiertos con una destreza pasmosa; separaba la carne de los huesecillos con una pericia superior a la de los demás comensales. Podrían haber llevado los restos de aquella víctima de los perdigones al Museo Zoológico. Una auténtica radiografía sobre el plato de loza.
Yo, por culpa de esa distracción, pedí que me recalentasen el consomé. Cuando lo trajeron, aquel hombre habilidoso con medio de siglo de vida encima se perdió entre los pasos de cebra y los peatones, a la altura de la primera clínica del complejo hospitalario.
Recibí una llamada de teléfono, que me hizo aterrizar desde lo alto de mi imaginación, y sin paracaídas, en mi gran preocupación.
-¿Germán Pacheco?
-Sí, dígame.
-Llamamos de Coordinación de Trasplantes; hay un donante compatible, acérquese ya.
Cuando llegué a la consulta del centro médico, intuí la silueta de un individuo alto a través de una puerta acristalada; en cuanto se abrió, observé al cincuentón canoso, con poco pelo y cara de oveja, con unas gafas al estilo de las que luce Gepetto, envuelto en una bata blanca; se trataba del hombre de la destreza pasmosa.
-Soy el doctor Crespo. Enhorabuena. Hay un posible riñón de un donante que ha fallecido por muerte cerebral. Procure permanecer tranquilo, está en buenas manos.
-No me cabe la menor duda, contesté.
Ideación de ‘La llamada de teléfono’
El otro día me encontré con una persona, que se encuentra en lista de espera, pues necesita un riñón. Me comentó que está pendiente del teléfono de día y de noche.
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