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Blog / La cometa de Miel

Geroge Harrison, mi Beatle preferido

Por Pablo Sabalza

La adulación y el superestrellato es algo que podría dejar muy felizmente

A veces, ser el mejor no tiene nada que ver con brillar más. Ni con llevarse los aplausos. Ni con figurar en las portadas. A veces, el mejor es el que escucha antes de hablar, el que suma sin necesidad de imponerse, el que no busca ser protagonista pero acaba dejando la huella más profunda. Y si hablamos de los Beatles, ese era George Harrison.

No lo tomen como una provocación. Ni un intento de reescribir la historia del grupo más influyente del siglo XX. Paul McCartney es un genio de la melodía; John Lennon fue el agitador, el inconformista; Ringo Starr, el ritmo constante y amable.

Pero George, para mí, era otra cosa. George no estaba en los Beatles como quien ocupa un asiento libre. George era el alma tranquila. El equilibrio. Aquel que entendió que la música no se toca solo con las manos: se toca con el corazón.

Cuando uno piensa en los Beatles, lo primero que recuerda son los grandes éxitos firmados por Lennon y McCartney. Hey Jude, Yesterday, Help!, Let It Be… una constelación de himnos generacionales. Pero si se rasca un poco más, si se escucha más allá del estribillo, uno encuentra a George.

Y entonces todo cambia.

Porque ahí están Something (una de mis preferidas), Here Comes the Sun (lo mismo), While My Guitar Gently Weeps. Piezas que no son solo canciones. Son paisajes emocionales. Confesiones envueltas en melodías perfectas.

George Harrison fue el mejor Beatle porque nunca quiso ser el mejor. Y eso, en un grupo donde los egos podían llenar estadios, era una rareza. Mientras John y Paul discutían por la autoría de una línea o el volumen de una pista, George afinaba su guitarra y se perdía en acordes que parecían venir de otro mundo.

Y es que, en el fondo, venía de otro mundo. De un mundo interior.

Espiritual. Silencioso. Profundo.

Fue también el que más creció musicalmente. El que se atrevió a mirar más allá del pop anglosajón y abrió las puertas del rock a sonidos que nadie había escuchado en Liverpool.

La música india no era para él una curiosidad, sino una necesidad espiritual. En un tiempo en el que la mayoría de músicos se encerraban en sus estudios, George se fue a la India a buscar a Ravi Shankar. Y volvió distinto. Mejor. Más él.

Esa búsqueda interior lo convirtió también en el más humano de los cuatro. Mientras los demás se diluían entre fama, peleas y estudios de grabación, George hablaba de desapego, de amor universal, de trascendencia. Sus letras eran menos comerciales, pero más verdaderas. No buscaban gustar. Buscaban sentirse. Y vaya si se sentían.

Tras la disolución del grupo, fue él quien firmó el mejor álbum solista de un ex-Beatle: All Things Must Pass (Todas las cosas tienen que pasar). La prueba de que el talento de Harrison había estado ahí, esperando su momento, como la semilla que germina cuando ya nadie la espera.

También fue el primero en entender que la música podía ser algo más que un negocio o un espectáculo.

El que hablaba poco en las entrevistas pero decía mucho con una mirada.

El que tocaba como si cada nota fuese una oración.

El que entendía que una guitarra no es solo un instrumento, sino una extensión del alma.

Quizás por eso, cuando murió en 2001, el mundo lo sintió distinto.

Coincidió en que en ese momento me encontraba en Londres. Solo he estado una vez.

No tengo un buen recuerdo de la City. De hecho, no he regresado desde entonces.

No obstante, recuerdo que el país entero lloraba la muerte de George.

No fue la muerte de una estrella. Creo que tiene que ver con lo verdadero. Con lo eterno.

No, George Harrison no fue el más famoso. Ni el más ruidoso. Ni el más carismático. Pero fue, en muchos sentidos, el mejor.

Y a veces, en medio de tanto ruido, lo que más necesitamos es precisamente eso: alguien que toque una guitarra como si fuera un susurro.

Y nos recuerde, sin decirlo, que todo —como su música—, pasa.

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