Si habito en tu memoria, no estaré solo.

Si habito en tu memoria, no estaré solo.
Desde hace muchos años me visitan con regularidad recuerdos lejanos. Digo mal, no me visitan, irrumpen inopinadamente y me cortan el hilo, de por sí tenue, del pensamiento. Lo que para algunos, supongo, es fuente de nostálgico placer o melancolía agridulce se vuelve, para mí, una carga a menudo insoportable. Yo quiero ser dueño de mi memoria, no que ella me maneje a mí.
Todas las Navidades me emplazaba con un buen amigo escritor y su esposa a tomar una taza de chocolate caliente acompañada de unos deliciosos churros. Este encuentro era una cita ineludible. Tal era así que, cuando coincidíamos a lo largo del año en cualquier acto cultural de los muchos que se presentan en Las Palmas de Gran Canaria, nos recordábamos, mutuamente, nuestra tacita de chocolate.
Simplemente, nos preocupábamos en regar nuestra rosa.
Hace ya dos Navidades que no nos vemos.
Mi amigo habita ahora en otra vida. Una vida en la que los tiempos, los nombres y los lugares giran al revés. Un mundo en el que todo sucede a través de sacudidas y tirones. No hay un movimiento fluido. El día está lleno de grietas y agujeros.
En aquellos encuentros navideños conversábamos acerca de la literatura y la familia. Su hijo, premio extraordinario de Bachillerato, doctor por la Universidad de Harvard y, actualmente, profesor de Economía en la Universidad de Yale, aparecía entre sorbo y sorbo de chocolate.
Me contaban cómo habían conocido en Estados Unidos a uno u otro Premio Nobel amigo de su hijo, pero me lo contaban a mí, ya que su humildad era tan mayúscula que apenas unos pocos sabíamos de esas relaciones tan importantes.
Ahora, mi amigo, reside entre la luz y la penumbra. A veces, le abordan rayitos en forma de recuerdos por los que, supongo, se propulsa, rueda y se recrea.
Se acercará a sus recuerdos literarios envueltos en importantes galardones; a sus tiempos radiofónicos en los que su voz, nacida para ese medio de comunicación, resbalaba por infinitos hogares; y, quizás, a nuestras sanas conversaciones navideñas.
Yo sigo regando la rosa.
Esa rosa que junto a su esposa, siempre buena y maravillosa, cuidamos y mimamos para que no se marchite en la penumbra.