• domingo, 08 de diciembre de 2024
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Opinión /

Cuando estuve unos minutos en el paraíso en el monasterio de Leyre

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Sigo sin creer en Dios, pero al menos aquello me libró de creer en cualquier otra gilipollez de las que se creen ahora. 

La Vírgen de Éfeso visita el Monasterio de Leyre durante su ruta por Navarra para terminar en Santiago de Compostela. PABLO LASAOSA
La Vírgen de Éfeso visita el Monasterio de Leyre durante su ruta por Navarra para terminar en Santiago de Compostela. PABLO LASAOSA

Hoy Viernes Santo, me he acordado de aquella vez, hace años, que estando en Sangüesa en un rodaje de cine casi al amanecer, asqueado de tanta mundanidad, de tanto ego recalentado, de tanta importancia, salí del set, cogí el coche, subí a Leyre, pedí la llave de las iglesia y cuando estaba solo en aquella mañana oscura y fría, disfrutando de esos mil años de románico que nos contemplan, aparecieron los monjes, espectrales.

Sus hábitos levitaban sin murmullo por las naves, parecían sembrar silencio, sosiego, como si al desplegarse junto al altar, consiguieran ir frenando, domando, aplacando, las bullas del mundo, los goznes de la existencia. No había caras, solo capuchas. La escena era el reverso del divismo del que había escapado.

Aquello tan simple parecía importante. Aquello tan importante se desarrollaba sin público, ajeno a él. Me sentí un privilegiado, aquello no era para mí, aquello no era para nadie, aquello era, sin más, como las horas -hora tercia en este caso, serían las diez de la mañana- que también son, como la eternidad, que también es.

No te asustes, me habían advertido en la recepción del monasterio. Los monjes llevan su vida: ora et labora, ya sabes. Los verás pero ellos no. No les molestes, no les distraigas. Hubiera sido suficiente con ser partícipe de ese cuadro, pero entonces se obró el milagro y las piedras, las bóvedas adquirieron vida. Un sonido celestial surgió, yo sabía que era humano, tenía que ser humano, pero no lo veía salir de las bocas de que los benedictinos que estaban delante de mí. No había gestos, no había labios, no había tensión ni de cuerdas ni de músculos. El sonido brotaba y flotando como humo invisible, como una niebla trasparente, lo fue llenando todo.

Los prodigios a veces asustan, pero no fue el caso. Fue fascinante estar sentado allí, rodeado de tiempo, sumergido en toneladas de siglos que ya han sido, respirando una atmósfera que no existe hoy y que por eso era tan densa, pero tan reconfortante. Se amoldaba a tus pulmones sin forzarlos, solo acompañándolos en su interior, haciendo más cómodo que nunca el hinchar y deshinchar del fuelle al que estamos encadenados de por vida. Entraba por los oídos y calmaba el ruido, haciendo que el sonido fuera puro, que no estuviera contaminado con ninguna distorsión.

Era la primera vez que escuchaba gregoriano como había sido concebido. Unos monjes rezando, para ellos, en unos iglesia vacía y oscura. No era algo muerto, como un cuadro sacado de su localización original, pensado para ese sitio, ese lugar, ese espacio, llevado a un museo sin alma. No era un recital, un concierto. No era, si no una mentira, al menos tampoco una simulación. Todo lo que estaba escuchando era algo real. Tan real que no sabía ni de donde procedía.

En un determinado momento cesaron las notas y con la misma ligereza desaparecieron los hábitos por donde habían llegado, dejándome para siempre con esa sensación completamente celestial de haber estado unos minutos en el paraíso. Salí, cerré la iglesia, devolví la llave y bajé de esa abadía reconfortado, como si Guillermo de Baskerville no fuera un personaje de Umberto Eco y me hubiera llevado de la mano para resolverme todos los misterios de todos los crímenes que habitaban en mi interior.

Sigo sin creer en Dios, pero al menos aquello me libró de creer en cualquier otra gilipollez de las que se creen ahora. Chesterton escribe en mí recto con renglones torcidos. Y eso es todo. 

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