- viernes, 17 de enero de 2025
- Actualizado 21:13
Me gustan los días de en medio, los preludios de la tormenta donde corre el agua y cantan los pajarillos y el sol brilla con más fuerza que nunca. Saboreo la calma de la espera en un aeropuerto, el día de descanso en una vuelta ciclista, la tranquilidad de la víspera de la víspera de un 5 de julio; por eso me gusta más junio que julio o agosto, por eso disfruto de un 27 de diciembre como si fuera el centro del universo.
Me gusta cuando Máximo Decimo Meridio clava la espada, coge un puñado de tierra y se frota las manos con ella antes de entrar en combate. O el quietos, quietos... que grita a su escuadrón de gladiadores antes del primer sartenazo, que te desordena el cuadro. Todo el mundo tiene un plan hasta que recibe la primera hostia, que dice ese gran filósofo llamado Mike Tyson.
Me gusta el sueñecito que echa en la furgoneta la joven fotógrafa en Civil War: hay que repostar gasolina cuando haya oportunidad, hay que dormir siempre que se pueda -sentencia el más veterano de los periodistas que viajan a la guerra- porque nunca sabes qué te vas a encontrar al doblar la esquina.
Todos pensamos que las películas que nos parecen cojonudas hablan de nosotros, aunque sea en forma de sucedáneo. Un remedio infalible que tengo contra el insomnio es creer que me tengo que levantar pronto no para cubrir una batalla sino para repasar el temario antes de un examen. Esa certeza me da un sueño atroz y descanso más que nunca.
Luego llega la vorágine y es siempre lo mismo, un shock en el que actúas por instinto, te mueves de una determinada manera no porque pienses sino porque ya lo tenías pensado de antemano. En una refriega de balazos, trazadoras por todos los lados dibujando trayectorias como líneas de un pentagrama macabro, no entras en la casa no por una reflexión sobre el terreno sino porque llevas la impronta de que nunca hay que resguardarse dentro: never in the house, que reza el eterno principio del oficio que muchos sabemos no por haber vivido una guerra sino porque hemos leído con devoción Territorio Comanche.
Bueno, no nos pongamos tan dramáticos, que a fin de cuentas esto solo son comilonas y botellas, exaltación de la amistad y risotadas, villancicos desafinados pero a plena pulmón, dándolo todo, sin cuartel, sin retaguardia, que no se pase luego con bicarbonato, agua y descanso.
Por mi trabajo en la farándula he visto a muchísimos grupos en bastidores, esperando la orden para subir al escenario y desatar el huracán. Hay músicos nerviosos, que se mueven frenéticos, pero los hay que permanecen tranquilos, contestando algún menaje en el móvil incluso, charlando contigo hasta el último segundo de cualquier nimiedad ajena a lo que se está a punto de celebrar.
Estos últimos son fascinantes porque esa paz que trasmiten es donde me gustaría vivir siempre, lo que busco estos días de mitad de Navidad. A veces la luz verde se enciende a mitad de una frase y lo último que te dicen antes de seguir al tipo de la linterna que ilumina el suelo plagado de peligros es que luego continuamos. Y luego te buscan, sudorosos, y continuamos como si tal cosa, como si el cisco que han montado, sometiendo a los espectadores a una montaña rusa de emociones, no fuera con ellos, consiguiendo volver a tierra después de dar órbitas y órbitas al rededor de la tierra como quien regresa en metro al hogar. Y eso es todo.