La primera y más explícita es que pretende ser una reforma de marcado carácter ideológico, con independencia de que sea más o menos conseguido realmente. Lo que se manifiesta explícitamente por parte de los grupos parlamentarios que la apoyan, e incluso se deduce claramente de la forma en que la ha presentado el Consejero. Se dice que se busca más equidad y a base de más progresividad –conceptos excesivamente manidos, por cierto, con el subsiguiente riesgo de deformación–.
Pero la segunda impresión, más subjetiva y pendiente de un análisis cuantitativo, es que el contenido real no parece capaz de conseguir los pregonados fines de la restitución de la equidad. Ni tan siquiera lo pretende realmente. Me explico.
Deberíamos empezar objetando que la progresividad o equidad se mejoran: bien subiendo los impuestos a los más ricos; o bien bajándoselos más a los más pobres. Es más, en la práctica, lo que es seguro es que bajar tipos a las rentas bajas les reporta un beneficio directo apreciable para el contribuyente. Y por ello esa solución es más eficaz para la equidad, por sí misma, que la contraria. Es decir consigue más, mejor y con mayor seguridad la equidad que subir los impuestos a las rentas o patrimonios mayores. Porque esto último no siempre incide realmente en una mayor equidad, ni siquiera en una mayor recaudación. Pudiendo incluso producir el efecto contrario.
Eso debe explicar que se haya anunciado que solo se sube el IRPF en las rentas altas, y al tiempo se matice que esa subida es “francamente reducida”. Se deja traslucir de esa explicación una intencionalidad política (¿propagandística o populista?), pero al mismo tiempo un realismo práctico. Consistente en entender que una carga excesiva sobre las rentas altas, acompañada –como es el caso– de una subida indirecta del Impuesto sobre el Patrimonio, puede ser recaudatoriamente contraproducente.
Al mismo tiempo, y siguiendo en el IRPF, hay que recordar que la equidad o progresividad no es una mera cuestión de tipos de gravamen, muy diversos y ascendentes. Sino, primero y quizás fundamentalmente, de determinación de las bases imponibles, tanto a nivel individual como a nivel agregado. Las matemáticas no fallan, un 80% de 10, es menos que un 1% de un millón. Y los ricos, por mucho dinero que acumulen, siempre serán relativamente menos que el resto. Por lo que la incidencia recaudatoria de las medidas centradas en ese “colectivo” siempre es baja. Incluso aunque se tradujera directamente en recaudación, que ya hemos dicho que es más discutible cuanto mayor es la capacidad.
En cambio, en las rentas bajas –o incluso medias, si la capacidad de controlarlas es alta como sucede con los salarios– la sensibilidad a las modificaciones es directa en la recaudación, y relativamente más sensible en la carga fiscal del contribuyente. O sea, una diferencia igual o incluso menor, la sufre o disfruta –según el sentido de la modificación– más que un contribuyente de alta capacidad.
Lo mismo sucede con las deducciones, máxime cuando se crearon como instrumentos incentivadores de ahorro e inversión de las clases medias o bajas, pues “los ricos” (permítaseme la terminología) no necesitan tales incentivos, o no les reportan tanto beneficio relativo. Es decir, a una renta baja le reporta más una pequeña deducción, por inversión en vivienda habitual o por aportaciones a planes de pensiones, que a una alta, entre otras cosas porque tienen límites cuantitativos. Por eso, los recortes anunciados sobre estas deducciones tienden naturalmente a ser más “sensibles” para los declarantes de nivel medio y bajo. Seguramente, al menos en muchos casos, más notable que la subida anunciada de uno o dos puntos en el marginal de las rentas más altas.
Pero claro, ahí es donde se puede incrementar realmente la recaudación. Donde las bases son más amplias y los controles más eficaces. Y es que ya suele decir un gran tributarista y amigo, que “a los ricos realmente no se les ponen impuestos más altos porque sean más ricos, sino porque los ricos son menos”. Luego se “vende” muy bien decir que “nominalmente” se suben impuestos a los ricos, porque el resto lo aplaudirán con independencia de su eficacia. Y entretanto –necesidad recaudatoria apremia– se suben indirectamente los impuestos a los que son muchos, los no ricos.
El resto de medidas anunciadas merecen similar valoración, a priori, aunque no es momento ni tengo espacio para analizarlo. Baste apuntar que se suben los tipos del Impuesto sobre Sociedades en distintos tramos en los mismos puntos porcentuales (de 25 a 28 y de 10 a 13), pero obsérvese que esa subida nominal equivalente es un incremento de la cuota relativamente mucho mayor para el que hubiera pagado 10. A éstos les sube un 30% la cuota, mientras que al de 25 le sube solo un 12%.
Luego, si entendiéramos que las sociedades más pequeñas deben pagar menos por suponérseles menor capacidad económica –cosa que ni entiendo ni comparto–, en realidad por esta vía se ha subido también más a “los supuestos pobres”. Cosa distinta, es que yo piense que diferenciar tipos en el Impuesto sobre Sociedades no responde a criterios de justicia tributaria, relacionados con la capacidad económica, sino a la ignorancia o a la demagogia.
El resto de medidas son igualmente más efectistas que eficaces. Más para la galería que para la justicia tributaria. Como eliminar del Impuesto navarro el régimen especial de las SICAV.
En definitiva, mucho ruido y pocas nueces. Al menos de las nueces que se pretenden vender. Y es que los números mandan, y las necesidades presupuestarias aprietan. A partir de ahí todo es habilidad política para quedar bien con las mayorías, pero consiguiendo que los platos rotos los paguen entre todos. Y si además lo hacen contentos, miel sobre hojuelas.