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Opinión / Tribuna

Los héroes necesarios

Por María Jiménez

Cuando Christopher Norman relata el episodio que lo convirtió en héroe a ojos de medio mundo, su expresión es inmutable.

Entrelaza los dedos, modula la voz y cuenta con calma qué se le pasó por la cabeza el pasado 22 de agosto, cuando viajaba en un tren que recorría el trayecto Ámsterdam-París en lo que prometía ser el apacible regreso de un viaje de trabajo.

De aquellos momentos lo recuerda prácticamente todo, como si el tiempo hubiese aminorado su velocidad para permitirle almacenar todos los detalles. Cuenta que escuchó un disparo, que vio a un chico americano corriendo y que saltó de su asiento. Que vio a un terrorista barbudo, sin camisa y con un Kalashnikov al  hombro. Que pensó “¿Qué hago?” y que razonó en cuestión de milésimas de segundo que no tenía escapatoria y que su única oportunidad era detener al terrorista. “No voy a ser la persona que permanezca sentada”, se dijo a sí mismo. Lo que ocurrió después fue portada en un sinfín de medios de comunicación: tres ciudadanos americanos y uno británico –el propio Christopher Norman- se enfrentaron a un terrorista que pretendía causar una masacre en nombre del Daesh. Luego vinieron las entrevistas, los titulares elevándolos a la condición de héroes y hasta la Legión de Honor francesa. Y una buena historia para contar, claro.

Quizá lo que caracteriza a los protagonistas de comportamientos ejemplares como el de Norman es la envidia sana y generalizada que generan entre el mortal medio, que piensa para adentro que, en su lugar, no habría sido capaz de hacer lo mismo. Francia, la última diana occidental del Daesh, -y el país, por cierto, donde Norman ha vivido los últimos treinta años-, también está siendo la cuna de otros comportamientos ejemplares que emergen entre los embates del terrorismo.

Uno de ellos lo protagonizó hace unos días Antoine Leiris. Horas después de reconocer el cadáver de su mujer, Hélène, en la morgue a la que habían ido a parar las víctimas de la sala Bataclan, escribió una carta a los terroristas que acababan de dejarlo viudo y a su hijo de 17 meses, huérfano. “No tendréis mi odio”, se titulaba la misiva. Y continuaba: “Si ese Dios por el que matáis nos ha hecho a su imagen, cada bala en el cuerpo de mi mujer habrá sido una herida en su corazón. No os haré este regalo de odiaros. Vosotros lo habéis buscado y sin embargo responder a vuestro odio con mi cólera sería ceder a la misma ignorancia que ha hecho de vosotros lo que sois”.

El 23 de noviembre, el periódico La Voix du Nord, un diario regional del norte de Francia, le escribió un mensaje vía Twitter a Leiris preguntándole si daba su autorización para publicar su carta, a lo que el periodista contestó: “Sí. Esas palabras no me pertenecen. Son de todos”.

Christopher Norman estuvo hace unos días en San Sebastián, donde el Colectivo de Víctimas del Terrorismo (COVITE) le concedió su Premio Internacional en reconocimiento a su valentía frente al terrorismo. Cada vez que alguien le preguntaba por su hazaña, Norman se empeñaba en repetir que él no es un héroe. Dice que cualquiera en su lugar actuaría igual y bromea con la atención que le prestan los medios de comunicación. También se resta importancia asegurando que, si volviese a estar en la misma situación, no está seguro de si haría lo mismo. Pero lo cierto es que aquel 22 de agosto, cuando los pasajeros de un tren cayeron en el pánico y comenzaron a huir despavoridos de un terrorista con munición suficiente para matarlos a todos, hubo cuatro hombres que se atrevieron a correr en dirección contraria y plantarle cara. Lo hicieron para salvarse a ellos mismos. Con su ejemplo, en cierta medida nos han salvado a todos.


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