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Opinión / Tribuna

La enfermería de la plaza de Pamplona y un montón inédito en la plaza vieja

Por Serafín Húder

El autor relató en un texto publicado en 1940 todo lo vivido y acontecido en un encierro emocionante y trascendental en 1902 en Pamplona. El artículo ha sido ahora recuperado por su familia y reproducido a continuación de manera íntegra. 

El equipo médico con Serafín Húder posa en la enfermería de la plaza de toros de Pamplona.2
El equipo médico, con Serafín Húder, posa en la enfermería de la plaza de toros de Pamplona. CEDIDA

En 1902 fui nombrado Médico de la Beneficencia Municipal de Pamplona, con el sueldo anual de mil pesetas, y con la obligación de asistir a 300 familias de la Beneficencia Municipal, a los asilados de la Casa de Misericordia, de efectuar las vacunaciones antivariólicas gratuitamente, el reconocimiento de los quintos y cuantas órdenes me encargara el Municipio relacionadas con la Sanidad.

Dentro de la asistencia a los asilados de la Casa de Misericordia estaba el cuidado del botiquín de la enfermería de la plaza de toros, y como se aproximaban las Fiestas de San Fermín procedí a examinarlo para proveerlo de lo necesario. Este botiquín consistía en una caja de hojadelata llena de golpes y manchas, que se usaban para el transporte de galletas con una ancha correa para ser colgada del hombro del asilado encargado de llevarla y traerla a la plaza de toros en tiempo oportuno.

En su interior encontré, colocados desordenadamente, compresas de lienzo de diferentes tamaños, vendas, un tarro de loza a medio llenar de una pomada de color amarillo sucio, una espátula de madera, un rollo de aglutinante, una caja de alfileres, una tijera, y una botella de Jerez con un vaso; y nada más.

Y esto, para las necesidades de un espectáculo taurino, era todo lo que constituía el llamado botiquín de la enfermería de la plaza de toros. Los médicos llevaban algo de instrumental casi insignificante, del que usaban a diario con sus enfermos, pero no el requerido para el importante servicio que les estaba encomendado, alguna jeringuilla hipodérmica, alguna aguja de sutura, y creo que nada más.

Tampoco había nada preparado en la enfermería de la plaza de toros para la asistencia de los heridos. Era un cuarto rectangular de escasas dimensiones, con las paredes encaladas y un grifo de agua corriente que vertía directamente en un pozal de zinc.

En su suelo se ponía antes del espectáculo, un camastro de la Casa de Misericordia con su colchón, y recubierto de un hule apropiado, el famoso HULE tan conocido y coreado por el público. En este camastro se le echaba al herido si era necesaria la posición horizontal, porque si no se le curaba sentado en una silla. En ese lugar se asistía a gente, sobre todo mujeres, que se desmayaban por efecto del calor o de las emociones propias de la fiesta taurina, y en los diferentes traumatismos que ocurrían también frecuentemente.

En un departamento contiguo estaba también siempre una camilla de la Casa Misericordia para el traslado de los asistidos al Hospital Provincial o a su casa particular. Recuerdo la penosa impresión que aquello me produjo ya que con tan escasos y ridículos medios había de asistir aunque solo fuera en la primera cura, a todo lo que se presentara, desde la herida más insignificante a las mortales, y lo que contrastaba con la guardia permanente durante el espectáculo de un sacerdote por si se hacían necesarios los auxilios espirituales.

Y aún más si se tiene en cuenta que entre los asistidos se encontraban los toreros de más fama, y pamploneses de familias acomodadas y hasta ricas. Parece increíble que ya en el siglo XX el público no exigiera medios más adecuados y una enfermería decente. Y que el Municipio no concediese mayor importancia a la función pública de la enfermería, y no la proveyera, si no con lujo, si más decorosamente.       

¿Y los médicos? Esto merece una aclaración. El personal facultativo estaba formado por tres médicos y un practicante de la Beneficencia Municipal. Para este servicio de las Fiestas de San Fermín, ya que en el resto del año asistían a los espectáculos gratuitamente, se les daba a los médicos 18 duros. Por esta insignificancia, asistían a 10 espectáculos en los que tenían que efectuar un trabajo grandísimo, algunos días abrumador, y de una gran dificultad y mayor responsabilidad, teniendo que levantarse a las 5 de la mañana. Y todo esto por tres pesetas cada espectáculo. Sin embargo pasaban por ello y lo hacían pero sin ningún estímulo; para ellos la asistencia a la plaza de toros era una pesada carga que cumplir de mala o buena gana y forzosamente.

Y por esto cuando ingresaba algún herido hacían lo indispensable para cubrir el expediente y mandar al herido al Hospital Provincial o a su casa y por ello estimaban suficiente lo que tenían y cobraban. De ahí que no los critique ni los defienda dejando al lector que forme el juicio que mejor le parezca.

EL AYUNTAMIENTO DICE NO

Por mi parte, ante la insuficiencia y pobreza de los medios citados propuse a mis dos compañeros que solicitásemos del Ayuntamiento un mejoramiento que por poco exigiría algunos dispendios y hasta reforma de todo el servicio. Mis compañeros se negaron encogiéndose de hombros, aduciendo que eso era de la incumbencia exclusiva del médico de la Casa Misericordia, es decir mía, justificando su actitud diciendo que con aquellos elementos habían subvenido muchos años a la enfermería y atendido a todos los heridos sin que pasara nada ni se quejara nadie.

Como comprenderá el lector yo no podía compartir ese criterio, ni mucho menos incurrir en la responsabilidad y vergüenza de semejante servicio. En consecuencia solicité del Ayuntamiento la adquisición de todo aquello que yo estimaba indispensable, pero la contestación fue una rotunda negativa, ya que a excepción del alcalde y de algún otro concejal, la mayoría se oponía porque ello constituiría un gasto innecesario, ya que hasta entonces había bastado lo existente, y el estado económico del Municipio no lo permitía.

Para ellos yo exageraba las cosas ¿Qué había algún herido? , pues se le mandaba al Hospital y allí lo curarían. En cuanto a los que ingresaban en la enfermería durante los encierros, que se fueran a sus casas. No faltaba más sino que por 4 borrachos, subrayo el adjetivo, que hacían barbaridades, se viera el Ayuntamiento obligado a tales dispendios. Y en cuanto al instrumental quirúrgico necesario eso lo estimaban obligación nuestra, es decir de los médicos municipales, el proporcionarlo.

La negativa del Ayuntamiento, y las cosas que se dijeron, emanadas principalmente de los componentes de la Comisión de Hacienda, me produjeron indignación y angustia, pero por eso no cejé en mi empeño; hablé particularmente con los concejales, aumenté mis razones con otras muchas de sentido común, de caridad, de dignidad al Municipio, etc., pero todo fue inútil; los concejales (ya digo que a excepción de algunos) se cerraron en banda, y tuve que desistir de mi empeño.

LLEGA LA MESA DE CURAS

Pero hubo un punto en que no cejé, y fue la adquisición de una mesa de curas. Sin esto no se podía pasar; era imposible curar a los heridos debidamente con el cuerpo inclinado sobre un colchón bajo, aunque estuviese cubierto con hule. Tras una lucha titánica conseguí que se me autorizase a pedir a la casa Escribano de Madrid para que nos mandasen una mesa de curas económica.

Justamente el 6 de julio recibimos una mesa sencillísima, de zinc sostenida por unas patas de hierro, lisa y provista de un desagüe, de unas bisagras para levantar la cabecera; pintada de blanco no parecía mal, y cumplió debidamente mi objetivo. En aquella mesa asistí todos los espectáculos taurinos durante más de 20 años. Aquella misma tarde después de las vísperas de San Fermín marché a la plaza de toros para avisar a todo el servicio del día siguiente.

Allí el conserje me dijo que no tuviese cuidado el primer día, ya que cada toro traía un San Fermín en cada asta, y en ese día nunca pasaba nada, era el segundo día en que todos los borrachos hacían disparates en el encierro, cuando ocurrían los accidentes más numerosos y graves.

El día 7 a las cinco de la mañana marché a la plaza de toros y arreglé todo lo necesario para las curas. Desembalé la mesa y en otra mesa coloqué los apósitos y mi modesto instrumental. Pero sin terminar mis preparativos me vi repentinamente invadida la enfermería por multitud de heridos que me obligaron a proceder a su cura inmediata.

Ante los quejidos de los heridos mis compañeros médicos protestaban airadamente de esta invasión que no se explicaban porque nunca había ocurrido otro tanto. Comprendía su sorpresa y contrariedad por mucho que se habían reído de mis exageraciones. Ahora bien, ¿qué había ocurrido para que hubiera tanto herido?, y en tan poco tiempo. Esto exige un punto y aparte sobre los antecedentes históricos del encierro.

AUMENTO DEL NÚMERO DE CORREDORES

Desde hacía unos años se observaba un aumento de los asistentes al encierro, espectáculo depreciado cuando yo era un niño, al que acudía muy poca gente por ser gratuito, y toda ella de la clase más humilde.

Los soldados de la guarnición que era la gente más pobre, porque entonces el Servicio Militar obligatorio no se había establecido y solo iban los que carecían de unas pocas pesetas para comprarse un substituto, y, las criadas de servicio que constituían la parte más numerosa de los asistentes. Pero repito, desde hacía unos años, el número de asistentes crecía de año en año, y en su mayor parte entraban en la plaza de toros por la puerta principal que daba acceso directamente al redondel y no por las puertas laterales que conducían a las localidades, y desde el redondel subían directamente a los tendidos; fíjese el lector que estábamos en la plaza vieja.

Este aumento progresivo llegó a un punto que dificultaba el acceso, y la mayoría de los hombres se quedaban charlando tranquilamente hasta que llegaban los toros, imposibilitando de esta forma a los corredores su avance en el redondel, y muchos formaban el precioso abanico, que dejaba a los toros libre el acceso a los toriles menos fácil. Consecuencia de ello que los toros se desmandaban y arremetían contra el público que se atrevían a provocarlos, y torearlos.

Un grito unánime y escalofriante de terror resonaba en la plaza a cada embestida de algún toro que se había quedado rezagado en el redondel por no poder entrar en los toriles y los pastores se veían negros para llevarlos con los mansos al toril. La cogida de algún torero voluntario que ocurría de cuando en cuando, y sobre todo la posibilidad de que un día cualquiera sucediera una verdadera hecatombe, llegó a preocupar al público, y al mismo Ayuntamiento, aunque no tomaba contra ello otras medidas que la detención de algún provocador, que a las pocas horas quedaba en libertad.

Por todo ello un periódico había hecho el año anterior el siguiente ruego:

Que las puertas de la plaza, para el encierro, se abrieran a las 5 de la mañana en lugar de las 5 y media, suponiendo que de esa manera el público tiene más tiempo para ir acomodándose en las localidades, y no se quedaría en el redondel como entonces sucedía. A este ruego se contestó que las puertas se abrían a las cinco y cuarto y que hasta ya un cuarto de hora después no se notaba el menor movimiento de gente, y mucho menos atropellos donde apenas se vendían a cincuenta céntimos la mitad de las mil localidades que se ponían a la venta.

Ante este estado de cosas el alcalde trató de evitar encierros trágicos, tomando una medida que al principio pareció una simpleza pero que era importantísima, y aunque por aquel año no dio resultado favorable, sino por el contrario produjo casi una catástrofe (que aprovechen los gobernantes innovadores la lección de dar órdenes sin medir las consecuencias que pueden traer las modificaciones que proyectan por simples y claras que parezcan) fue la base que modificada convenientemente resolviera el conflicto y evitase el peligro más tarde.

La medida consistió en que la puerta que daba acceso al redondel no se abriera hasta 10 minutos antes de la subida de los toros desde el corral del portal de Rochapea, creyendo conseguir con esto libre vacío a la llegada de los primeros corredores delante de los toros.

Así ocurrió, pero lo que ocurrió fue que los hombres que iban a entrar en la plaza siguiendo la costumbre de años anteriores, por ignorar la orden de la Alcaldía o por coger sitio en primera fila para quedarse en el redondel decididamente, en lugar de entrar por las puertas laterales directamente e ir a ocupar las localidades como suponía el alcalde que harían, (ahí está el error), se quedaron ante la misma puerta esperando su apertura, acumulándose tan gran cantidad de hombres que formando una larga y nutrida masa llegó hasta las primeras casas de la calle Estafeta, ocupando total y absolutamente todo el callejón intermedio; vuelvo a decir al lector que estamos ante la plaza vieja.

UNO DE LOS PRIMEROS MONTONES

Parte de esta gente entró en la plaza en cuanto se abrió la puerta, pero una gran mayoría se quedó en el callejón esperando valientes y confiados a ver aparecer los toros en la entrada de la calle de la Estafeta. En este momento todos se precipitaron corriendo hacia la plaza, pero como eran muchos e iban tan apretados algún de ellos cayeron al suelo y los que les seguían al tropezar con los caídos, cayeron también encima, formándose un gran montón; el primero de los que en años se formaron, y una verdadera valla cerró el paso a los corredores delante de los toros, y a los toros.

Ante ella hombres y toros se encaramaron encima para pasar y los toros tirando derrotes y pisoteando brutalmente a los caídos, naturalmente los toros llegaron a la plaza desmandados y sueltos, y varios de ellos en lugar de ir a los toriles se quedaron en el redondel y arremetieron a los que imprudentemente les incitaban, queriéndolos torear con chaquetas y pañuelos.

El pánico y la emoción invadió al público en tal forma que es imposible dar una idea aproximada del aspecto de la plaza entera en aquellos momentos; las mujeres chillaban a cada embestida de los toros, los hombres increpaban a los citadores, los pastores vociferaban amenazando con los palos a los toros, los cabestros andaban de un lado para otro para arropar y conducir a los toros y, ¡por fin!, tras mucho trabajo y multitud de incidentes se logró encerrar a los toros en los toriles.

Resultado de esta refriega multitud de heridas, la mayoría contusos pisoteados de los toros, algunos puntazos, e infinidad de erosiones. Por fortuna ninguno de ellos revistió gravedad y no tengo noticias de haberle quedado a nadie lesiones permanentes. Asombrará este resultado al lector que debe tener en cuenta un factor que pasa desapercibido para el espectador; es que el cuerno del toro visto a distancia, como se ve siempre, parece muchas veces afilado, una verdadera aguja, pero en realidad no es así. El cuerno es un instrumento romo, que necesita para clavar encontrar una resistencia grande y dura, o ser conducido a una gran velocidad.

Por eso es en la suerte de matar donde los toreros sufren las grandes cornadas, porque allí el toro arremete corriendo contra el hombre, y este se lanza  velozmente contra el toro, produciéndose un encontronazo brutal de fatales consecuencias; en cambio cuando persigue al torero que corre escapándose, al pegarle le tira al suelo, pero no le clava comúnmente el cuerno, ni cuando le cornea a corta distancia caído en tierra. Así se explica que en los derrotes contra el montón no se produjeron heridas verdaderas, y solo mucho menos graves, que parecen inevitables y fatales.

En cambio las contusiones y heridas contusas y pisotones fueron muchas e importantes: hay que anotar que como el accidente ocurrió fuera de la plaza,  muchos heridos fueron llevados directamente a sus casas o a sus médicos para que los curaran.

HERIDAS EN EL ENCIERRO Y EN LA CORRIDA

A pesar de todo el número de heridos que tuvimos que curar en la enfermería fue grandísimo y como puede figurarse el lector se consumió todo el material de curas que yo había preparado y ante cuya importancia  y volumen reían mis compañeros de la Beneficencia Municipal. Solo entonces se dieron cuenta de la justeza de mis predicciones y preparativos. En cuanto a los concejales, muchos de ellos y el alcalde a la cabeza fueron a felicitarme y a estimularme a que pidiera cuanto quisiera sin reparar en su valor. No necesito añadir que el estreno de la mesa de curas fue un éxito rotundo.

No necesito encarecer la emocionalidad de este encierro ni su enorme trascendencia, porque estimuló a las autoridades municipales a tomar infinidad de medidas, excitando la rigurosidad de los agentes municipales para obligar al público a no transitar, ni detenerse en la ruta de los toros, ni en los sitios peligrosos, y para reprimir toda citación a los toros desde que salen de la puerta de Rochapea hasta que dentro ya de la plaza entran en los toriles.

Todo esto ha modificado totalmente el aspecto e importancia del encierro, ya que a partir de este encierro la gente mira con más respeto y más curiosidad e interés que antes, y ha aumentado considerablemente la afluencia de público, de dentro y fuera de Pamplona, de Navarra, de España y del extranjero.


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La enfermería de la plaza de Pamplona y un montón inédito en la plaza vieja