• viernes, 06 de diciembre de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Animales de pandemia

Por Eduardo Laporte

Nunca imaginamos que generaríamos tal resistencia ante una adversidad de este tipo. Pasado un año desde que cambiara todo, no sabemos si somos mejores o peores, pero desde luego diferentes. 

Aspecto que presenta la Plaza del Castillo de Pamplona donde las mesas de las terrazas permanecen totalmente vacías después de que el Gobierno de Navarra prorrogara otros 14 días mas el cierre de la hosteleria. El número de casos positivos de covid-19 detectados en la jornada de ayer en Navarra ha vuelto a situarse por debajo de los 400, al sumar 345, según los datos provisionales por municipios que recoge el Gobierno Foral. EFE/ Jesús Diges
La Plaza del Castillo de Pamplona vacía durante un momento del confinamiento en la capital navarra. EFE/ Jesús Diges

Este lunes, el sol madrileño pegaba con una fuera inusitada por la avenida de la Albufera. Me hizo pensar en los testimonios de los espeleólogos de Krubera-Voronya en los que contaban cómo les cegaba la luz tras volver al exterior. Porque el ojo se aclimata a esa oscuridad inclemente de la cueva más profunda de la Tierra, donde además de la negrura y las temperaturas heladas cae agua constantemente y hay que atravesar galerías inundadas (sifones) para seguir avanzando en la expedición hacia las cumbres invertidas.

Pienso en un espeleólogo como Sergio García-Dils, que ha vivido, en total, más de un año en esa profunda oscuridad, cuando nos hablan de salir de la zona de confort. Porque el estado de alarma en el que aún vivimos también ha tenido para muchos algo de entrar, por paradójico que suene, en una particular zona de confort. La incómoda zona de confort.

O sea, una cueva abjasia en la que no hay que atravesar sifones ni hacer rapel en el vacío más absoluto, sin saber si uno tocará suelo o volverá para contarlo, aunque la sensación de opresión haya sido, para muchos, parecida. Sobre todo, para aquellos que tuvieron la desgracia de perder un ser querido, uno de las ochenta mil personas que no volvió a ver la luz, pues este año ha tenido también mucho de penumbra. Pocas primaveras más esperadas que la que está al caer, como nos demuestran los perales ornamentales que estos días vemos más tupidos que nunca.  

Nos hemos convertido en animales de pandemia cuya resiliencia, con perdón, nos podría llevar a aguantar uno, dos, tres años más, si no hubiera más remedio y si se nos dosificaran las malas noticias como ahora. Hemos desarrollado músculo para vivir en la incertidumbre, que, dicen los que han padecido un secuestro, es lo peor de ciertos trances. Como la enfermedad y su final no escrito.

¿Cómo será volver a la vida normal, superada esta —lo siento, pero el binomio me pareció realmente acertado—, nueva normalidad? La clase política, ora en Murcia, ora en Madrid, parece empeñada que lo normal sea lo raro. Lo raro es vivir, tituló Carmen Martín Gaite. ¿Prosperaría una moción de censura antichivitil en Navarra? Mi desconexión con la política de Foralia me impide responder a la pregunta. Abro debate, que se dice.

De los primeros días de aquel estado de alarma confinatorio que tenía algo de thriller inesperado, recuerdo sobre todo la cadena de la puerta echada a perpetuidad, ya fuera mañana, tarde o noche. El mundo exterior, abolido por el BOE. Un pasar los días como cuentas del rosario que nos descubrió una rutina nueva. La de la responsabilidad individual y la del encierro, por otra parte forzoso, ya que la vida, tal y como la conocíamos, había quedado suspendida hasta nuevo aviso.

Los nuevos Sanfermines

Hemos hecho callo para lidiar con una vida social reducida a la mínima expresión y, en Navarra, para prescindir, hasta anteayer, de un estilo de vida unido al bar. Hubo que asumir que los Sanfermines quedarían pospuestos también sine die, pues este año no se sabe aún si volverán a danzar los gigantes por la calle Mayor. A Enrique Maya, alcalde, yo le animaría a buscar soluciones imaginativas para dar con un equilibrio entre celebración multitudinaria y páramo vital. Como animales de pandemia que somos, tenemos nuestro punto débil. La tendencia a no-hacer, a sumirnos en una desidia disfrazada de virtud, creyendo que así acortamos el viaje a la salida de esta cueva. Pero a veces toca hacer. Sobre todo, si va en el cargo.

Si hay fútbol a puerta cerrada, ¿no es posible celebrar corridas de toros sin público? ¿Se prestarán a ello los toreros? La imagen de un matador corneado sin nadie que grite ayyyyy se antoja inverosímil. O que corte dos orejas sin que las peñas aporten el toque jaranero a la consiguiente ovación y vuelta al ruedo. Un hacer realidad las fantasías gráficas (Photoshop mediante, ojo) de Ignacio Pereira (pincha aquí y lo entenderás) que quizá no satisfaga a nadie. ¿Y encierros con corredores debidamente acreditados, ahora sí, para ello? Quizá sean los mejores encierros con que pudiéramos soñar.   

El animal de pandemia en que nos hemos convertido ha desarrollado, ya digo, capacidad para pasar meses sin pisar un bar, ir a un concierto, salir de sus limites amurallados por el perimetraje sanitario, además de vivir en un ay constante por la salud de los familiares en grupos de riesgo. Por todo ello, es fácil abrazar la inercia de cierta molicie, hartos de cargar con ese peso. Como si hubiéramos renunciado a vivir.

Un año de confinamiento más o menos severo, de vida en suspenso, de limitaciones de nuestra libertad que, en el mejor de los casos, habrán ampliado la capacidad de convivir con nosotros mismos. De ir a las profundidades de ese ser desconocido, quizá hasta hace un año, que éramos cada uno de nosotros. «Para escribir hay que ser minero de uno mismo», decía, precisamente, José Luis Sampedro, siguiendo con los símiles espeleo-lógicos.

El animal de pandemia ha aprendido que, como canta Moustaki, nunca estará solo porque siempre le quedará su solitude. Quizá, en el mejor de los casos, haya asumido también que el hecho de estar vivo es ya motivo de celebración. A pesar de la clase política, a pesar de todo.

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