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Blog / Capital de tercer orden

Descubre el carlista que hay en ti

Por Eduardo Laporte

Se cumplen cuarenta años de ‘Nosotros, los carlistas’, de Josep Carles Clemente, excusa oportuna para revisar una ideología quizá no tan muerta 

Ilustración sobre el Carlismo.
Ilustración sobre el Carlismo.

Dice Pío Baroja en sus memorias que su recuerdo más antiguo es el intento de bombardeo en San Sebastián por las tropas carlistas. Su magdalena proustiana histórica. ¿Cuál es la mía? Felipe González entrando en la Moncloa. Nadie sabe qué demonios es el carlismo, como no la sabía yo tampoco cuando, en mi adolescencia política solicité un catálogo —así lo anunciaba un cartel pegado en una farola del paseo de Sarasate— del carlismo. Yo era por entonces muy patriota en su versión épica y española y aquello de dios patria fueros rey sonaba potente.

Era esa época, los 12 o 13 años, en que uno quiere formar parte de algo, lo que sea, y lo mismo se hace boy scout, monaguillo o carlista. No llegaría tan lejos, pero sí recibiría durante una década larga información sobre las actividades de aquel grupo que me desconcertaba. Muchos de sus comunicados venían escritos en euskera, ¡euskera!, así que yo no acababa de acertar si eran de los buenos o de los malos.

Además, en mi recién estrenado ateísmo —la rebeldía juvenil me parecía incompatible con esa imagen como aborregada y de pantuflas que me llegaba del cristianismo—, esa entrega declarada a la religión me daba grima. La patria, bien. Los fueros, vale. El rey, de acuerdo. Pero, ¿Dios? Tenía miedo de que aquello fuera una secta extraña con ritos sádicos en la cima de Montejurra para gloria del aspirante al trono don Carlos Hugo.

Pasó mi primera juventud sin que me afiliara a nada, y seguía recibiendo esos comunicados de una formación que en mi nebulosa juvenil acabé asociando a cierta carcunda. Luego estaban las visitas a Casa Baleztena, en cuyo primer piso se vislumbraba, con desgastada dignidad, un escudo carlista, flechas rojas sobre fondo blanco. Aquel movimiento no parecía encarnar la modernidad, así que lo aparqué como quien esconde en un rincón el sable del bisabuelo.

EMOCIONES, NO ARGUMENTOS

Pensaba enfocar este artículo por lo que puede ofrecer la Navarra no nacionalista para seducir —ahí están los votos, o la aberchalización de Podemos—, como lo hace la Navarra nacionalista. Porque el nacionalismo parece tener más marketing, más propaganda, más fuerza, en su deseo de revertir la situación, que el digamos estado anterior, que simplemente quiere volver a lo de antes.

Pero nada permanece y la historia es movimiento, como sabía ese Franco que bautizó así a su estática estructura política. Y quizá la Navarra foral y española, con perdón, se esté quedando atrás. O limitándose a la actitud defensiva de ofrecer argumentos racionales —por lo demás grises, que si amejoramientos y leyes paccionadas, otra veces agrios, acción/reacción— que son pólvora mojada porque el personal no responde a argumentos sino a emociones. Y ahí tenemos a un Pedro Sánchez imponiéndose a Patxi López en las primarias de su partido.

La Historia, y esto no lo explican los libros de Historia, se ha tejido bajo el diseño de las emociones, que surgen de desmanes de unos y de otros, y toda sociedad es un gran perolo de emociones y el sujeto o sujeta que mejor las gestiona se lleva el gato al agua del poder. Y la Navarra no nacionalista, más allá de actos en defensa de la bandera de la Comunidad, quizá esté torpe en este tema, y pienso ahora en aquello de renombrar a El Sadar como Reyno de Navarra. Y aquí es donde volvemos al carlismo, esa tendencia política que, me temo, no entendieron ni los propios carlistas, lo cual la hace atractiva, como todo lo que tiene algo de contradictorio.

Complejo, utópico, inviable en general, el carlismo supo sin embargo seducir a un buen número de españoles durante casi doscientos años. Leyendo el libro de Clemente, publicado en 1977, asumo que es un movimiento con esa característica barojiana de no ser ni una cosa, rojo, ni otra, fascista. Porque «una banda de pistoleros ayudados por miembros del fascismo internacional», leemos en Nosotros, los carlistas, fue que la mataría a dos simpatizantes en el acto de Montejurra de 1976.

O porque «los carlistas llegaron, incluso, a batirse a tiros en la Plaza del Castillo de Pamplona contra falangistas y fuerzas de orden público». O porque, tras la fusión forzada de falangistas y requetés en 1937, «se iba a producir el curioso caso de que los carlistas resultarían vencidos dentro del campo de los vencedores».

DIFÍCIL ETIQUETA

Como aquel anuncio de cereales, descubro no ya al tigre sino al carlista que hay en mí. Y en ti. Porque si bien sería absurdo tratar de resucitar a un movimiento, un partido, poco menos que momificado, revisar algunos de sus valores quizá no sea tan excéntrico como podría parecer. Porque a pesar de la etiqueta de fachas, reaccionarios, conservadores y poco menos que absolutistas con la que se les suele, o solía, asociar, el carlismo no fue tan rancio como se piensa. Si bien parecen tener claros sus pilares básicos, hay muchos matices, como el reconocerse «monárquicos a su manera». Y una serie de medidas que en ocasiones recuerdan más al programa de Izquierda Anticapitalista que al de una facción tradicionalmente opuesta al liberalismo.

Ahí está esa defensa, enunciada en el libro que comentamos, del «autonomismo federal» y de un «socialismo autogestionario» o, atención, la «propiedad colectiva de los bienes de producción», que parece escrito por Bakunin. «No aceptamos el capitalismo en ninguna de sus formas porque es injusto», remacha Josep Carles Clemente que, leo aquí, ha escrito 73 libros sobre el carlismo. Y, si bien don Carlos Hugo defendía «el derecho de autodeterminación de los pueblos», entiendo que lo hacía dentro de un marco nacional estable, dado. Los tiros iban más bien por una descentralización, como la que vendría tras la Transición, a través de la «autogestión», en la que «cada comunidad es la administradora de los bienes y riqueza». Un sistema, vaya, federado y solidario, que es una idea con la que uno, ya sea carlista, masón o budista, puede estar de acuerdo. ¿Casan fueros y sistema federado? Pues no lo  sé.

Redefinir España, de eso va la cosa y, de paso, una Navarra que no es que necesite un carlismo, pero sí un movimiento político que consiga seducir a una ciudadanía entre desubicada, apagada, cabreada o rendida al conjuro vasquizante de ocasión. Quizá indagando en los restos del naufragio carlista, así como otras ideologías próximas, se pueda ir forjando una propuesta más atractiva que la del no por sistema, que era lo que criticábamos cuando éramos jóvenes y poderosos.

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