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Blog / Capital de tercer orden

El problema, Ana Iris, son los bancos

Por Eduardo Laporte

La escritora manchega reivindica las condiciones de vida de sus padres como un sueño algo idealizado en el que, eso sí, había más confianza financiera

Entrega de unas llaves en una vivienda en construcción. Ayuntamiento de Pamplona.
Entrega de unas llaves en una vivienda en construcción. Ayuntamiento de Pamplona.

Los articulistas sin tema debemos agradecer a Ana Iris Simón (Campo de Criptana, 1991) que haya azuzado el debate tras su valiente intervención el pasado fin de semana en Moncloa. Una escritora que ha logrado lo que en su día Javier Cercas con su Soldados de Salamina, es decir, que te lean los hunos y los hotros. ¿Cómo? Con su novela Feria, particular remembranza de sus años como nieta de feriantes, en las que aprovecha para atacar a cierta izquierda desnortada y defender no ya los valores tradicionales que canta Battiato sino la posibilidad de criar a un niño, con una pareja y no morir en el intento. Y sin tener que vivir «hacinados» en ciudades como Madrid y Barcelona. Es decir, en un piso que tenga por ejemplo una cocina con una mesa, un baño en que quepas y un trastero. Los nuevos lujos.

En su defensa de unas condiciones de vida dignas (que ha irritado a buena parte de esa cierta izquierda desnortada por no decir malfollada) ha esgrimido un discurso valioso, pero quizá tocado de nostalgia mitificadora. «Somos la primera generación que vive peor que sus padres», ha dicho. A su edad sus padres ya tenían casa o, al menos, «una hipoteca y el pasaporte lleno de sellos».

¿Vivían realmente mejor la generación de los nacidos en los cuarenta, cincuenta y sesenta? Aquí entramos en la cuestión pantanosa, en el terreno de ese filósofo tan puntilloso, don Jorge Matices.

Recuerdo una conversación con un taxista, en una noche madrileña. Me contó cómo pagó, en efecto, la hipoteca y hasta la licencia del taxi, pero a costa de trabajar durante unos quince años seis día a la semana, entre diez y horas diarias. Los plazos eran más cortos, letras comprimidas que condenaban a esa generación quizá mitificada a deslomarse en esos años para luego sí, vale, disfrutar de una casa. Pero un piso en barrios como San Blas, Santa Eugenia o los correspondientes San Jorge, Barañáin o el San Juan profundo de Pamplona.

Los más afortunados incluso ahorraban para una segunda y modesta residencia en algún enclave turístico, pongamos Oropesa del Mar, Castellón. La mayoría se casaron para escapar del yugo familiar y tener una coartada para cambiar de vida. Y, ya puestos, se quedaron. La libertad de elegir su derrotero vital se perdió por el camino. Trabajar, pagar, criar. Y alcoholes fuertes en fin de semana para ir tirando. Hubo, sí, quien fue feliz bajo aquel modelo de vida.

Nadie confía

Ese tiempo pasado que fue mejor que Ana Iris Simón coloca en los setenta/ochenta/noventa, grosso modo, yo lo situaría justito antes de la crisis de 2008. Ahí se jodió el Perú. Pasando por Estados Unidos y aquella crisis de las subprime, es decir, de cuando los bancos se liaron la manta a la cabeza y tenían el grifo más abierto que el de la Antigua Farmacia un viernes por la noche prepandémico.

Luego todo cambió. Entraron los departamentos de riesgos. El-jefe-de-todo-esto, como en la película de Lars Von Trier. Se acabaron las hipotecas a quien pudiera necesitarlas y poco a poco se fue gestando aquel lema quincemero tan duro como certero: «No tendrás casa en tu puta vida». Las hipotecas eran para quienes podían permitírselas. Aquellos que tenían la entrada y, sobre todo y más importante, la capacidad de demostrar esa solvencia. Nóminas. Puestos de empleado público. Una vida laboral más dilatada que la de Richard Vaughan. Justo todo lo que contrario que las Ana Iris Simón del mundo, con menos de treinta años y trabajos precarios como guionista o así, dentro de ese epígrafe lacerante a la que la Agencia Tributaria aún nos relega a los periodistas: pintores, escultores, ceramistas y artesanos.

Conozco bien la ‘cobra’ que te hace un banco cuando vas a pedirle una hipoteca. Yo mismo padecí de esos desprecios cuando, cercado por las deudas de la reforma de un piso que pude adquirir vía herencia (la única solución real a los problemas de jóvenes y no tan jóvenes), recibí una tras otra las negativas de todos los bancos de España a mi solicitud de préstamo hipotecario. Solo contratando los servicios de una consultora logré que una financiera privada me confiara tal cantidad, con el peaje, claro, de unos intereses draconianos (9,9%) que aún soporto y lo que te rondaré morena.

Lo dice un personaje de Amores torcidos, de Recaredo Veredas: «Qué tiempos estos, en que ni sirven los enchufes». No sirve la confianza. Da igual que seas una escritora brillante y una guionista reconocida, como ha demostrado Ana Iris Simón, así como la capacidad efectiva de pagar las cuotas. Nadie da un duro por ti, a pesar de esas publicidades tan engañosas en favor de los autónomos: «¡Gracias valientes!».

Y el gobierno presuntamente socialista no hace nada por evitar que cada caso no solo sea rechazado por el departamento de riesgos de la entidad financiero de turno, sino que sea considerado directamente un riesgo en lugar de una oportunidad.

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