• jueves, 28 de marzo de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Vivir sin brazos

Por Eduardo Laporte

La contemplación de un hombre sin esos dos apéndices me generó una sencilla revelación sin mayores dobleces: qué suerte valerte por ti mismo.

Una mujer camina por la calle frente a un escaparate con un maniquí sin brazos. ELLIOT ERWITT
Una mujer camina por la calle frente a un escaparate con un maniquí sin brazos. ELLIOT ERWITT

Avenida de América, otro de esos días panza burra de esta falsa primavera, como llamaba Hemingway a las de París, en Madrid. Un hombre se cuela entre los huecos de los coches para pedir unas monedas.

No extiende las manos, los brazos, porque no tiene, así que muestra una bandeja de madera que cuelga, sujeta por unos alambres, de su pecho. Me hace pensar en ese otro mendigo tullido, el de final de la calle Preciados con media botella de plástico entre los dientes, que agita a modo de reclamo mendicante

¿Cómo será la vida de esos discapacitados? Cada minuto es un reto, un obstáculo, cada trámite una limitación, me vienen dudas sobre su vida íntima, casi escatológica. ¿Cepillarse los dientes? ¿Vestirse? Ponerse las gafas daría para un relato de Cortázar, en un personaje como el que nos ocupa.

Cerca de donde vivo, por Antón Martín, agoniza un clochard de ojos alcoholizados. Parece un personaje del Ministerio del Tiempo venido de la Rusia de Raskólnikov, con esos ojos claros como el agua del Urederra y sin embargo perdidos, incapacitados para mirar. Nariz goyesca, aspecto rijoso, su máxima proeza desde su trozo de acera horizontal es lograr alguna moneda para la siguiente botella y lograr ponerse en pie para comprarla.

El otro día había despachado una entera de Jägermeister y media de DYC; le di una moneda y descubrí que la pobreza también se huele. Me consoló saber que los servicios sociales los tienen localizados. Rebeldes a la idea de ser internados en ningún centro, prefieren matarse poco a poco. Cabe preguntarse si no tiene algo de Poncio Pilatos dar por buena la voluntad, el libre albedrío, de una rolling stone tan despeñada.

Entre las muchas enfermedades imaginarias que, durante mis días de neurótico (creo que voy domando ese animal), he tenido, nunca estuvo la de no tener brazos. Sí que alguna vez he sufrido con la idea de perder una mano o las dos, siendo la actividad de teclear, el mero desfile de letras sobre la pantalla, una de las cosas que más felicidad me produce. O la guitarra. Uno puede encontrar modos alternativos para trasladar sus ideas, pero el rasgueo de las cuerdas….

MISTERIOSA MOTIVACIÓN

¿Cómo da una caricia alguien que se quedó sin esas extremidades superiores? ¿Cómo se baja la bragueta y se prepara para vaciar la vejiga? ¿Cómo come? ¿Cómo se prepara un bocadillo? ¿Cómo se lava el pelo? ¿Cómo hace el amor? ¿Cómo se provee del consuelo de los solitarios? ¿Cómo da una moneda a un mendigo que considera que está aún peor que él? ¿Cómo se prepara el desayuno? ¿Cómo extiende la mantequilla por la tostada matinal? ¿Cómo exprime las naranjas del zumo recomendado por 9 de cada 10 nutricionistas? ¿Cómo pela un plátano? ¿Cómo sujeta un libro? ¿Cómo manda un WhatsApp? ¿Cómo saca el abono de transporte de su cartera? ¿Cómo abraza a su hijo? ¿Cómo sujeta un libro? ¿Cómo ha aprendido a renunciar a tantas cosas sin las cuales, a la mayoría, la vida se nos haría tan cuesta arriba como para, quizá, plantearnos si tiene sentido seguir en ella? Al ya citado Hemingway a menudo se le ve como un depresivo.

Tuvo sus días bajo la nube y fue un suicida, en sentido literal, pero lo que le impulsó a quitarse la vida fue, precisamente, que ya no tenía vida. Todo lo que le gustaba hacer, cazar, beber, fumar, amar, tuvo que dejar de hacerlo y ese café descafeinado de sobre en que se convirtió su existencia ya no le llenaba. Hay quien dice que tenía un principio de alzhéimer, enfermedad devastadora donde las haya, pero quizá más aún para quien vive, se define, por sus ideas.

No recuerdo muchos discapacitados en la cultura. El ciego de ‘El lazarillo de Tormes’, la peli de ‘El milagro de Anna Sullivan’, ahora ‘Campeones’, una historia protagonizada por personajes con distintas discapacidades que tuvo una buena acogida en taquilla. Hasta hace nada —basta coger un documento oficial de los años setenta para comprobarlo— los discapacitados mentales eran conocidos como «subnormales». Quizá los excesos de corrección política de hoy vengan de los excesos de ayer.

Entre mi catálogo de hipocondriaco volátil no está el de, toquemos madera, perder los brazos. Pero tras la visión de este hombre sin atributos, me fijo como nunca en los demás, con sus dos brazos tan asimilados, sin dedicar un segundo al regalo de su entereza anatómica. La función de este personaje callejero —y quizá por eso se levanta cada mañana, y supera cada día ese viaje a Ítaca que es su existencia de yincana sin premio— es recordarnos el milagro de estar vivos, enteros, preparados para arreglar, ya que estamos, los estropicios internos.

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