Asistí a la interpretación de Elixir de Amor de Donizetti, una popular ópera del siglo XIX en una producción del colegio de mis hijas y que pudo verse en el Teatro Calderón de Madrid. Contó con el apoyo de profesionales del mundo de la interpretación, el atrezzo y la dirección de escena.
Cualquier iniciativa de arte con gente joven siempre da aire, y ver una producción de arte realizada por nuevas generaciones en un teatro y enfrentándose a un libreto romántico como es el de esta opera me hizo pensar. Primero, en la importancia de educar en arte como un elemento diferencial en el desarrollo de un juicio crítico y de una personalidad que sabe jugar y establecer campos de interpretación.
Segundo porque medirse con el arte es una herramienta para conformar un carácter: en la ficción se dan claves de existencia y comportamiento y al caracterizar/ interpretar se desarrollan mecanismos de empatía. Tercero porque al ver algo así, aunque sea en una producción amateur, se producen resonancias en el público y aquí me encuentro ahora repasando esta opera en versión de “arte total”.
Me acerco de nuevo a esos momentos en los cuales se describen personajes que barren comportamientos que van desde la ambición, a la inercia del pensamiento de grupo, a la lucha por el poder, a la persuasión, hasta llegar al sentido auténtico que despliega el protagonista que lucha por conquistar a su amada, incluso recurriendo a una promesa de un elixir mágico.
Esa lágrima furtiva, el aria más conocida de esta obra y que tan bien entonó Pavarotti, nos habla de una potencia por un querer. El arte siempre es reflejo de la condición humana, y la lucha siempre está ahí, por ese espacio en el que nos reconocemos. Escucho de nuevo a Pavarotti y me sobrecoge ese esfuerzo por transmitir, y esa performance mágica, y pienso en que el arte es un elixir de realidad.