Hay partes de mí que solo existen cuando estoy contigo.
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Hay amores que no se pueden olvidar.
Algo así me ha sucedido este pasado fin de semana con la llegada de Osasuna a la isla.
Esos nervios propios del reencuentro…
Una mariposa florecida que revolotea, nuevamente, en mi estómago y, de igual modo, en mi corazón.
Aquel espejo retrovisor que me lleva a los años del pantalón de pana; del bocadillo envuelto en papel de plata; a la mano grande y protectora de papá.
Y cuando, al fin te veo, descendiendo de tu alargada carroza, con tu vestido rojo (que siempre me ha vuelto loco) y ese perfume que albergas, sin tú saberlo, a sombra fresca, a viento y montaña, a nubes grises cargadas de emociones, pues con todo esto y mucho más, amor de siempre, me pongo a temblar.
No pasan ni unos minutos y ya estamos como antaño.
Oh carne de mi carne y raíz de mi arboleda, háblame con tu voz de afición inagotable y con la pasión de dos amores reencontrados.
La tarde cae como una vieja ola.
Apenas han pasado unas horas y ya solo queda soñarte.
Te quedas en mí, y aunque pobre y poeta, a lomos de mi pegaso de espuma y caracola, mi fortuna es inmensa tras verte, pues la nieve que en tu interior florece en mi luminoso corazón se hospeda.
Ahora ya habitas, nuevamente, en tu palacio verde.
Y los pétalos melancólicos de mi alma sonríen, al recordarte, con una lágrima.
¡Ay, Osasuna, mi viejo e inolvidable amor!