• miércoles, 24 de abril de 2024
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Opinión / Periodista y dibujante cristiano. Trabaja para las Hermanas Oblatas del Santísimo Redentor, imparte clases de Diseño de Videojuegos en la Universidad de Navarra y cada fin de semana presenta el programa Implicados en Navarra TV. También dibuja viñetas para Buigle.net y Religión Digital.

Una historia de redención

Por Alejandro Palacios

La historia que voy a contarles es real, la he escuchado en boca de un amigo mío, misionero javeriano, mientras hablábamos sobre las profundas heridas internas que, por lo general, tiene mucha gente conflictiva y violenta.

La muralla con garita que rodeaba la cárcel de Pamplona. Navarra.com
La muralla con garita que rodeaba la cárcel de Pamplona. Navarra.com

Por respeto a sus protagonistas, y a petición del misionero (que es a su vez amigo de aquel que la vivió), he cambiado los nombres y he omitido el lugar exacto donde aconteció.

El hecho se sitúa en una cárcel de máxima seguridad situada en México, y su principal protagonista es un jesuita que solía visitar a los presos. Eran estos reclusos personas extremadamente violentas, pero entre todos ellos había uno que destacaba. Le llamaban “El Maldito”, tenía a su espalda varios asesinatos, la mayoría de ellos cometidos con una espeluznante crueldad.

Quiso el jesuita hablar con “El Maldito”, conocerle… pero los guardias le dijeron que con él no se podía hacer nada. Aun así, lo intentó. Y durante algunos días trató de acercarse a él, pero la respuesta del recluso siempre era violenta y cargada de insultos, siendo imposible establecer un diálogo. “Ya le dijimos que este no tiene salvación”, le decían los guardias. Pero nuestro jesuita no se dio por vencido, se devanó la cabeza intentando lograr el modo de conseguir un diálogo con el preso.

Fue entonces cuando tuvo una idea. Una mañana se acercó a uno de los trabajadores de la prisión y le preguntó: “¿Cómo se llama ese al que llamáis “El Maldito”?” El funcionario le dijo: “Ese es su nombre”. “No, tiene que tener un nombre real, el que le pusieron al nacer”, insistió el religioso. El hombre, mirando en los archivos, dio con el nombre: “Se llama Alfonso”.

Ese mediodía, estando “El Maldito” junto con otros presos en el comedor, apareció el jesuita y, mirándolo, le dijo: “Alfonso, ven”. El temible asesino se quedó de piedra. “Alfonso, ven”, repitió el jesuita. El condenado comenzó a temblar. Por tercera vez dijo el sacerdote: “Alfonso, ven”. Y aquel al que apodaban “El Maldito”, se echó a llorar, fue hacia quien le llamaba y le dio un abrazo.

Cualquier escéptico que lea esta historia dirá: “bah, cuentos, imposible que con sólo eso se quiebre un hombre así”. Pero es que hay algo más.

Cuando el jesuita le preguntó por qué se había emocionado, Alfonso le respondió: “hace mucho tiempo que nadie me llama por mi nombre. La última persona que lo hizo fue mi madre, que me gritaba justo esas mismas palabras, “Alfonso, ven”, pidiéndome ayuda mientras mi padre la mataba a golpes”.

Desde entonces, según me cuenta el misionero, el preso comenzó a cambiar y a colaborar con el jesuita, en el cual encontró un amigo. En este año en el que tanto se habla de la misericordia, conviene preguntarse: ¿qué entendemos nosotros por misericordia? Creo que no hace falta añadir mucho más, cada cual saque sus propias conclusiones.


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