• viernes, 29 de marzo de 2024
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Opinión / Médico-psiquiatra y presidente del PSN-PSOE.

La era de la política posverdad

Por Fabricio de Potestad

David Roberts, quien acuñó este término, advierte que los políticos han tenido siempre una relación muy peculiar con la verdad, pues de forma desvergonzada ocultan, exageran o mienten descaradamente sobre las cuestiones políticas, siendo cada vez más los políticos, independientemente de su afinidad ideológica o país de pertenencia, los que se incorporan a esta era de la política posverdad, sin que los medios de comunicación hayan sido capaces de frenar esta tendencia ni la ciudadanía haya sido capaz de castigarla electoralmente.

Vista general durante el minuto de silencio guardado en memoria de las víctimas del terrorismo durante el acto solemne por el Día de las Víctimas del Terrorismo celebrado este domingo en el Congreso de los Diputados. EFE/J.J. Guillén
Vista general durante el minuto de silencio guardado en memoria de las víctimas del terrorismo durante el acto solemne por el Día de las Víctimas del Terrorismo celebrado este domingo en el Congreso de los Diputados. EFE/J.J. Guillén

Sin embargo, yo no creo que los políticos mientan, sino que cometen una tropelía mucho más grave: pervierten el concepto filosófico de verdad, cuyas consecuencias son mucho más trascendentes que una mentira, pues trivializan y vacían de credibilidad y de rigor a la política. En la actualidad parece no haber verdad con mayúscula, ni siquiera verdad relativa, sino múltiples verdades, tan circunstanciales o coyunturales como efímeras. Toda verdad política parece tener su propia vigencia temporal y su fecha de caducidad. 

La verdad ya no es una adecuación entre pensamiento y realidad, ni siquiera una concordancia entre lo dicho y lo hecho. La verdad ha sufrido una metamorfosis tan radical que lo propuesto como cierto en el curso de una campaña electoral, agota su vigencia para sustituirla por otra verdad, incluso opuesta a la anterior, cuando el objetivo ya no es ganar las elecciones, sino formar gobierno o aprobar unos presupuestos. Por tanto, opera como verdad aquella, aunque pudiera ser sea falsa, que muestra su eficacia a la hora de lograr un objetivo.

Una vez logrado el fin, la verdad deja de ser operativa y caduca. La verdad se identifica así con lo útil. Y es precisamente su utilidad la que la legitima a posteriori como verdad. Dicho de otro modo, una verdad inútil, por cierta que sea, resulta falsa, porque no contribuye a la consecución de los propósitos que se pretenden conseguir. Aquí radica precisamente la miseria de la política actual, pues la verdad es tan solo una proposición utilitarista y cortoplacista, que solo busca la obtención de los resultados apetecidos coyunturalmente, sin detenerse a pensar el descrédito y desafección que se va instalando en la ciudadanía de forma cada vez más preocupante.

Muchos políticos, auténticos diseñadores de certidumbres prêt-à-porter, no elaboran sus cambiantes verdades influidos intelectualmente por la problematización filosófica de la verdad, derivada del advenimiento de la posmodernidad, sino por un uso pragmático tan abusivo como ignorante y mal entendido. Pudiera decirse, si acaso, que se percibe cierto escepticismo y cansancio con respecto a los grandes ideales del pasado, cayendo así en una vacuidad agonizante que se enfrenta a un horizonte anihilado.

Es cierto que la imposibilidad de una fundamentación inequívoca, última, única y normativa de la verdad es el aspecto más llamativo de la posmodernidad, hecho que deviene, en parte, de la denuncia que Foucault hizo de la verdad entendida como relato construido por el poder sin otra finalidad que el control totalitario de la ciudadanía. Por su parte, las reflexiones de Nietzsche, Wittgenstein o Heidegger al respecto dan al traste con toda esperanza de fundamentación irrefutable de la verdad, de tal suerte que los intentos de restaurar una razón global y última suenan a nostalgia metafísica.

En cualquier caso, la cuestión del adiós al fundamento último de la verdad conduce a una segunda cuestión que es la pérdida de credibilidad en los grandes relatos desarrollados en la modernidad, supuestamente unificadores y legitimadores, que surgieron de sugerentes proposiciones especulativas, pero que no han logrado demostrar que de la verdad de un enunciado descriptivo, que supuestamente nos muestra cómo es la realidad, tenga como corolario necesario la certeza de un enunciado prescriptivo, cuyo fin es modificarla, si realmente la realidad descrita es injusta.

Heidegger señala que lo verdadero, entendido como conformidad, se sitúa en el horizonte abierto del diálogo entre individuos, grupos y épocas. Pero el consenso no garantiza que lo acordado sea necesariamente verdad, por lo que ésta precisa de un proceso de verificación, cuya legitimación se produce, por tanto, a posteriori.

Obviamente, una mentira también puede resultar útil y eficaz, justo en la medida en que alcanza sus pretensiones, por lo que sometida a un proceso de comprobación pudiera perfectamente entenderse como verdad. No obstante, la crítica del concepto de verdad se plantea de manera especialmente demoledora en Nietzsche, pues afirma que la verdad es instaurada por el poder religioso o estatal a fuerza de inventar relatos uniformemente válidos y supuestamente veraces, y, por consiguiente, obligatorios.

Se origina así el contraste entre verdad y mentira que las masas ciudadanas deben consumir, con objeto de mantener el statu quo del sistema. Sin embargo, los seres humanos de lo que huyen no es tanto de ser engañados, sino de ser perjudicados mediante el engaño, deseando sólo la verdad en cuanto que tiene consecuencias agradables que mantienen su vida más o menos confortable.

Dicho de otra manera, la ciudadanía es cómplice de la instauración y persistencia de la era de la política posverdad. La verdad, en definitiva, es interpretación, estética, creación ficticia en el horizonte de acuerdos en el espacio de la libertad de las relaciones interpersonales. En cualquier caso,  por relativa y cuestionable que pueda ser la verdad, siempre cabe, como propone Habermas, sustentarla en la acción comunicativa, en la fuerza del mejor argumento y, en definitiva, en el consenso, pero nunca en la verdad engañosa, versátil y utilitarista en la que muchos políticos están actualmente instalados.


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