En Pamplona todo ha cedido a las embestidas de lo ideológico en manada. Ese es el mayor éxito aberchándal en Irroña: haber colonizado todo el espacio social.
Vaya contrariedad. Leo que al etarra Otegi —más que amigo del alicate Asirón, un admirador, un amigo, un esclavo, un siervo— ya se le puede llamar así, etarra, según el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ha rechazado su demanda junto a otros cuatro miembros de la izquierda aberchándal. Entre ellos, la hijísima —para que luego te hablen contra las dinastías hereditarias—, a la que también ya se le puede llamar lo mismo: miembra… del miembro, qué ironía, más tonto del Congreso, aquel que nos hizo creer que estaba amenazado por los suyos cuando fundó Aralar.
Qué lástima que aquí los juglares trabajen a favor de obra: funcionarios musicales aberchándales al servicio del sistema, mamando toda su vida del dinero público vía concejalías de festejos; y no sean capaces de marcarse una letra como la que se sacó Joaquín Sabina de la manga contra los políticos, en aquel Blues de lo que pasa en mi escalera.
En la Comunidad Autónoma Vasca, la única música verdaderamente antisistema que ha existido —la única radical, la única que no se plegó a la política— fue aquello que se llamó el sonido San Sebastián. Un pop preciosista que buscaba la belleza, el arte sin más, tratando de escapar por todos los medios del feísmo social que convenía a los aberchándales: cuanto más cutre e infernal, fea de cojones, hagamos la sociedad, más ganas tendrá la sociedad de abrazarnos para conseguir la independencia.
Me hace gracia que se considere antisistema a Muguruzuga, por citar a un millonario de aquella época, que jamás osó ir contra el euskosistema del que ha vivido a sueldo como Dios. Y no, en cambio, a Pablo Benegas, al que los aberchándales pintaban dianas con su nombre dentro en las puertas de los baños del colegio cuando tenía catorce años. O a Family, por ejemplo, que ahí se quedó, en su Viaje a los sueños polares. Ese único disco de Family es el que me acompaña ahora, en mi paseo matutino por La Concha.
La revolución de lo bonito, aun en San Sebastián —mi Distrito Federal sentimental de lo bello—, resiste a duras penas, pero aún aguanta. Todavía puede encontrarse algo de todo eso que pudo llegar a ser. La vida burguesa es la vida mejor. Y poder ver el mar a diario, desde el puerto donde he visto amanecer con tu ausencia sentada junto a mí, justo antes de dar una vuelta en bicicleta —por aquí me muevo a veces en bici— por el monte Urgull.
Sí, puede que sea un espacio individual, asumo la crítica, pero aún existe ese oasis para los solitarios, no como en Pamplona, que ya todo ha cedido a las embestidas de lo ideológico en manada. Ese es el mayor éxito aberchándal en Irroña: haber colonizado todo el espacio social, donde no hay sitio para ningún individuo, solo, disidente.
Hala, ya puede invitar el año que viene el alicate de Irroña a Otegi a tirar el chupinazo. Ya no hay excusas. En fin, los etarrillas enredados en sus etarradas y los socialistas enredados en sus corrupciones. Lo de siempre. Visto a distancia, Pamplona es un estercolero político-social en el que, por no haber, no hay ni playa con la que consolarse. Y eso es todo.