"Una ciudad fracturada, fuera de control, donde miles de personas intentan esquivar como pueden el robo y la violación mientras el Ayuntamiento juega a hacerse el sueko, con K".
Comprendo que para un aberchándal, cuya ideología vive en una fantasía —estos se piensan que aún moran en el castillo de Maya en 1512, con espadas y arcabuces—, la realidad, prosaica, terca, sin artificio, sea un trauma. La realidad es lo que yo diga, proclaman. Y claro, la realidad, que no está para atender neuras, les ignora con la misma frialdad con la que nos despertamos en Pamplona un día de niebla.
Debe de ser duro para una ideología que, cuando alguien discrepaba, lo resolvía a tiros, encontrarse ahora con un escenario que, por mucho que le metas un bombazo, cuando se disipe el humo, va a seguir estando ahí.
Cuando el PSOE hizo alikate de Irroña a Asirón, este tardó dos días en anunciar, a bombo eta platillo, que en Pamplona no dormía nadie en la calle. Que la pobreza había sido erradicada, fachitas. Y se quedó tan ancho.
Últimamente, Asirón me recuerda a esos vendedores de pisos de Instagram que intentan colocarte un bajo interior con humedades como si fuera el castillo de Olite. Que lo estamos viendo, joder: no entra el sol ni en fotografía. Pero lo venden por morteradas de euros.
El “qué bien se vive en Pamplona” —el que viva bien, como en cualquier ciudad del mundo— es ya un telón descolorido, hecho jirones, que a duras penas oculta el drama. Una ciudad fracturada, fuera de control, donde miles de personas intentan esquivar como pueden el robo y la violación mientras el Ayuntamiento juega a hacerse el sueko, con K.
El último informe de la Policía Municipal del alikate Asirón —sobre los asentamientos en Jaso y Aranzadi, que siguen siendo Pamplona, hasta donde yo sé— es una radiografía perfecta de la realidad y de la desidia oficial: edificios abandonados convertidos en repúblicas peligrosas, atestadas de basura y violencia diaria. Más de 500 personas viviendo en esos dos agujeros negros. Quinientas. Me he quedado flipando con el dato. Y eso sin contar los otros 14 asentamientos en vía pública, con 45 tiendas de campaña. Cuarenta y cinco. En uno de ellos ocurrió la violación de la estudiante de la cuesta de Beloso, ese caso del que el feminismo vocinglero —tan hiperactivo para las chorradas— no ha vuelto a abrir la boca.
No podemos tolerar un alikate que, ante la violencia que sufre la ciudad de la que cobra, se encoja de hombros y diga que no es asunto suyo, que eso es cosa de otros. Luego pregunta alguno por qué la delincuencia y las agresiones sexuales a mujeres se han multiplicado en Pamplona en los últimos tiempos. Pues porque tenemos un alikate que, en vez de solucionar problemas reales, se dedica a emprenderla a palos contra un edificio como si fuera Franco, que lleva medio siglo criando malvas. Don Quijote era más entrañable, pero la chaladura viene siendo la misma.
Menos hostias a cúpulas y más cuidar de las cópulas no deseadas que sufren las mujeres reales de Pamplona, que las están violando delante de tus narices mientras tú acuchillas odres de vino y fantaseas con gobiernos de euskoínsulas baratarias que
solo existen en tu ida de olla. Y eso es todo.