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Opinión / Javier Errea es periodista y experto en diseño.

Fernando Múgica

Por Javier Errea

Fernando Múgica en Vitnam
Fernando Múgica, al fondo de la imagen con su cámara, en Vietnam.

Fernando (en la foto superior, al fondo, sacando fotos) nos trajo de Vietnam la gorra de un soldado muerto. Un Vietcong. Ajenos a la guerra, mi hermano Dani y yo jugamos con aquella gorra ni sé cuántos años. Un día desapareció. No dejó rastro. Pero no nos pudimos olvidar de ella.

Soy periodista porque mi padre traía todos los días el diario a casa -eso lo he descubierto después- y porque Fernando, mi tío, sacaba fotos y enviaba sus crónicas desde cualquier lugar remoto y peligroso para que mi padre y otros las leyeran, y para que yo les viera leerlas y quisiera imitarlos: Egipto, Líbano, Nicaragua, Sarajevo… Y porque nunca se dio importancia a pesar de ver tantas cosas terribles. Y porque jamás pasamos miedo pensando dónde estaría. Y porque nos trajo aquella gorra. Fernando desaparecía como la gorra del Vietcong, sin dejar rastro, pero al cabo reaparecía tan campante y reía, reía mucho, siempre me gustó cómo sonaba su risa. Aunque entonces miraba al interior de sus ojos cristalinos y me daba cuenta de que por dentro no reía tanto, ¡había tantas cosas de las que no quería hablar!

Sí, quise ser como él. No me atreví.

Fernando Múgica Goñi (Pamplona, 1946-Madrid, 2016) pertenece a esa generación deslumbrante de reporteros que viajaban para contarnos lo que los demás no podíamos ver porque sucedía muy lejos. Que es la misma generación afortunada criada en diarios necesarios y musculosos que podían permitirse esos viajes, y a nosotros entender mejor el mundo. Manu Leguineche, Ramón Lobo, Arturo Pérez-Reverte, Gervasio Sánchez

Aunque él siempre admiró a los reporteros franceses. A Michel Laurent, por ejemplo, que murió precisamente en Vietnam. Moribundos periódicos, desaparecida generación. Titulado en Periodismo por la Universidad de Navarra, se estrenó profesionalmente en La Gaceta del Norte, aquel trasatlántico periodístico del final del franquismo, y comenzó pronto a viajar. Jovencísimo, con apenas 23 años. Junto a Juan José Benítez, de su misma promoción, con quien ya había compartido pupitre en el colegio de los Maristas, después alguna novia, desde Bilbao innumerables viajes a América del Sur en busca de “reportajes imposibles”, y finalmente una profunda y duradera amistad.

Lo que hacía especial a Fernando es que escribía y hacía fotos. Dos por uno. Con las cámaras andaba desde los 16, por lo menos. “Lo dejaba todo perdido en casa”, cuenta su madre, que es mi abuela. Tercero de cinco hermanos, nació en el número 17 de la Plaza del Castillo, junto al Casino Eslava. Nacer en la Plaza del Castillo y divisar la legendaria Estafeta con sus toros no debe de ser ninguna tontería porque hasta el último momento soñó con que algunos íntimos arrancaran la placa con el número del portal de su anclaje y se la llevaran al hospital o a casa, donde estuviera él. Faltó valor para la gamberrada. Y él no dejó de recriminárselo entre risas… mientras tuvo fuerzas para reír.

Hijo de José Múgica Gorricho, funcionario de Diputación y tenor solista del Orfeón Pamplonés, fallecido en 1962, y de María Jesús Goñi Arregui, que conserva una cabeza prodigiosa a sus 94 años, Fernando se iba lejos con sus cámaras y no daba muchas explicaciones. Nunca le gustó darlas. Era más bien de apariciones fulgurantes. En octubre pasado, cuando la venta del piso familiar de la calle Olite, descubrimos en una caja de zapatos decenas de postales que había ido enviando desde cada uno de sus destinos. Las primeras son de los últimos sesenta y primeros setenta del siglo pasado.

No habla de nada especial en ellas, no cuenta nada sobresaliente. Más bien están llenas de lugares comunes. Pero llama la atención su regularidad, como si de ese modo hubiera querido tranquilizar a la madre o salvaguardarla de las calamidades que veía. “Cuando se iba por esos mundos de Dios no me decía nada. Le preguntábamos, le pedíamos que nos contara, pero él respondía que para contar hay que estar allí. Se lo guardaba todo dentro. ¡Claro que me preocupaba, pero al mismo tiempo pensaba que si le pasaba algo moriría como Gary Cooper, con las botas puestas”, aseguró más recientemente María Jesús Goñi. Así era Fernando: guardaba las cosas para sus crónicas. Había que leerlas.

El 29 de abril de 1975, con el ejército norvietnamita rodeando ya Saigón, en la emisora de las fuerzas estadounidenses suena ‘White Christmas’: es la señal para comenzar la evacuación. Siete reporteros españoles permanecen aún en la ciudad; dos de ellos, navarros: Juan Ramón Martínez y Fernando, que consigue escapar subiéndose a uno de los helicópteros que aterrizan en la azotea de la embajada de Estados Unidos. Aquellas imágenes son legendarias. La operación dura diecinueve horas y permite a siete mil personas alcanzar los portaaviones fondeados en el Mar de China. En el viaje de regreso, a bordo del ‘Blue Ridge’, Múgica enferma de hepatitis. Además de una larga convalecencia, sobre todo se trajo a Pamplona el nombre de un país remoto y fabuloso que me hablaría de él para siempre. “Vietnam era lo máximo para un reportero, la libertad absoluta”, confesó años después.

A principios de los setenta, durante su etapa bilbaína, contrajo matrimonio con Mari Carmen Serna. Fue padre de las tres niñas más guapas que uno pueda imaginar. Las tres viven hoy fuera de España con sus respectivas familias, y aún así han estado acompañándolo sin desmayo desde que la enfermedad se manifestó virulenta a mediados de julio, al final de unas vacaciones gaditanas que se torcieron imprevistamente… o no tanto. Porque algunos cercanos sospechan que Fernando sabía de su cáncer y que por eso, antes de volverse a vivir a Madrid en junio de 2015, regaló varios tesoros. Por ejemplo, una de las Leica a Iván, hijo de su compadre Benítez. Fundada o infundada la sospecha, no me cabe duda de que Fernando no las tenía todas consigo. Sus ojos azules le delataban una vez más.

La carrera profesional de Fernando Múgica fue rica y no acabó con Vietnam, ni con la guerra del Yom Kippur, ni con la caída de Somoza… De La Gaceta del Norte saltó al proyecto fundacional de Deia en 1977. En él se enrolaron también nombres como Alfonso Ventura, Ignacio Iriarte o Alberto Torregrosa.

Decepcionado tras comprobar que aquella era una operación de partido, al poco dejó el diario nacionalista y marchó a Madrid. En la capital y entonces arranca la segunda etapa profesional de Fernando: dirige fugazmente una revista para la tercera edad (Senior), hace su incursión en la televisión (en el programa de TVE ’300 Millones’), trabaja en otra revista semanal de actualidad (Panorama, del grupo Zeta) y ficha finalmente por Diario 16, donde se cruza con Pedro J. Ramírez, un personaje clave en su carrera posterior. Creo que no me equivoco si digo que Pedro J. confió en él como en pocas personas, y que a pesar de algunas idas y venidas, incluso de desencuentros, el hoy director de El Español siempre lo respetó y lo consideró uno de sus incondicionales. Con él estuvo Fernando cuando fundaron El Mundo en 1989 y —ya jubilado— el día de febrero de 2014 en que se despidió de la redacción.

Se le puede ver al fondo en el vídeo de su alocución. Sacando fotos, claro; discretamente, claro. Esas fotos son otro tesoro más que Dios sabe en qué cámara o disco duro reposan. Hizo tantas que no le dio la vida para clasificarlas. Muchas, muchísimas se han perdido por el camino. Como las de Vietnam: apenas conservaba dos. “Soy un desastre”, repetía.

Aunque de repente venía y te regalaba una joya: yo, tocando una trompeta de juguete con cuatro o cinco años; en Oronoz, con mi padre de espaldas, en el verano de 1976, preparando lo que parece que es una fogata; con mis cuatro hermanos en su Plaza del Castillo el 7 de julio de 2013… Rescatar ahora ese archivo antes de que se pierda, ordenarlo y darlo a conocer en forma de libro, exposición o cualquier otro soporte es un acto de justicia y reconocimiento que algunos nos hemos echado ya sobre los hombros. Se hará.

Extraordinariamente generoso y desprendido, optimista en el fondo a pesar de haber visto tanto, audaz, guapo a rabiar, como se ha referido a él Juanjo Benítez y también su madre, Fernando Múgica empezó dibujando viñetas en prensa y al final de sus días volvió a retomar fugazmente esa afición en este diario digital. Adoraba la batería y el jazz, la revista Life y Corto Maltés, el personaje creado por Hugo Pratt. Es lógico. La biografía apócrifa de Maltés dice que nació en La Valeta de madre gitana y marinero de Cornualles; que pasó su infancia en Córdoba, donde se inició en el estudio de la Cábala y el Talmud; que con doce años viajó a Egipto y con trece a Manchuria; que después navegó por el Amazonas; que una amiga de su madre le leyó la mano y, al decirle que no tenía línea de la fortuna, se la hizo él mismo con una navaja… Yo quería ser como Fernando y Fernando quería ser como Corto Maltés. “Amaba la vida con las bolas blancas y también con las bolas negras”, dijo su hija Marta en la entrega del Premio Teobaldo, que concede cada año la Asociación de Periodistas de Navarra.

Se lo dieron en octubre de 2015 por toda una vida periodística. Le hacía una enorme ilusión recogerlo, y recogerlo además de manos del presidente de la asociación y amigo del alma y de algunas correrías, Miguel Ángel Barón. Pero, aunque luchó a brazo partido, la enfermedad se lo impidió. Aquel día se dijeron cosas importantes de él delante de su madre, que lloraba.

En 1994 a Fernando Múgica le proponen dirigir un diario nuevo que se va a lanzar en Pamplona. Romántico, soñador empedernido, ingenuo en su estar de vuelta, quizá pensando que era un buen momento para volver después de años de trotamundos, dice que sí. A Pamplona viene con Paloma Sánchez, su segunda mujer, periodista, con quien tendría otros dos hijos: Laura y Fernando. Pero la aventura pamplonesa de Diario de Noticias dura apenas un año para él. Un año intenso, eso sí, con el estallido del ‘caso Urralburu’ y una dolorosa escisión en Unión del Pueblo Navarro, el partido gobernante, entre otros asuntos de actualidad que nos tuvieron en vilo. No pudo ser profeta en su tierra. No encajaron sus formas; tampoco yo encajé con él. Reintegrado en El Mundo tras el paréntesis navarro, empieza la cuarta gran etapa en la vida profesional de Múgica, que tras el atentado del 11 de marzo de 2004 en Madrid se lanza a investigar sus ‘agujeros negros’ y se convierte en uno de los periodistas que más saben del caso. El reportero de guerra se sumerge durante años en los bajos fondos políticos, policiales y terroristas. De esos años amargos y tantos reportajes a fondo, queda un libro, ‘A Tumba Abierta’ (La Esfera de los Libros, 2004), que recoge el testimonio de Francisco Javier Lavandera, testigo clave de los hechos.

El segundo matrimonio de Fernando tampoco salió adelante y, por motivos que no vienen al caso, en 2011 decide mudarse de vuelta a Pamplona con sus dos hijos pequeños. En estos cuatro años, de 2011 a 2015, los últimos, recorre las calles de la ciudad y lo fotografía todo: la vida diaria, la fiesta, la gente, los lugares… En blanco y negro y con un objetivo de 50 mm, “porque con él no puedes mentir”. Autoedita algunos libros con una selección de ese material y se le ve contento impartiendo en casa clases de fotografía gratis a alumnos de Periodismo.

En enero de 2015 la Asociación de la Cabalgata de Reyes Magos de Pamplona le propone hacer de rey Melchor. Completa un recorrido multitudinario y acaba de madrugada en nuestra casa con su comitiva, para pasmo de mayores y pequeños. No lo olvidaremos nunca. Nieto de Remigio Múgica, posiblemente el director más importante de la historia de la agrupación musical, el Orfeón Pamplonés le había encargado poco antes el libro de su 150 aniversario, que escribió encantado. Ahora sí: siente por fin que Pamplona le ha querido un poco.

Pero casi no va a tener tiempo de disfrutarlo. Lleva el ‘bicho’ dentro. Y el ‘bicho’ se manifiesta en julio de 2015. “Así que no voy a vivir más”, pregunta Fernando al enésimo médico que visita durante estos meses, después de múltiples intervenciones a vida o muerte. Un miércoles de abril: le acaban de confirmar que el final es inminente. La incertidumbre a la que se aferraba con entereza se convierte en conciencia descarnada de extinción.

Y se derrumba… momentáneamente. “No temo morir sino dejar de vivir”, dijo François Mitterrand en una entrevista postrera que se publicó a su muerte, en 1996, en la contraportada de Diario de Noticias, ese diario en el que por una vez, la única, aunque fuera efímeramente, coincidimos quien me inoculó el periodismo y yo. No sé por qué me ha venido ahora a la memoria. Veinte años justos después, con un miedo atroz imposible de disimular, resistiéndose hasta el final con una fuerza vital de no creer, el veterano reportero pamplonés está a punto de iniciar la cuarta y definitiva etapa de su trayectoria. Vamos que nos vamos…

Donde quiera que le lleve ya este viaje que ha iniciado, estoy seguro de que no ha olvidado su cámara. Y que hará lo posible por seguir contándonos lo que otros no podemos ver.


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