El Tenerife dio una lección de pundonor a los rojillos. Jugó toda la segunda parte en inferioridad, y cuando se vieron superados en el marcador el técnico Raúl Agné agotó todos sus cambios con delanteros. Quemó las naves y encontró su premio. Igualó al final de la primera parte a base de empuje, de presión y trabajo, sus armas a lo largo de todo el partido, y repitió resultado al filo de la segunda por el mismo procedimiento, pero con más mérito todavía. Sumaba ya un buen rato con nueve hombres sobre el césped, y avisó antes unas cuantas veces.
Imperdonable. Los hombres de Martín pudieron sentenciar si Nino hubiera centrado a Berenguer en un contragolpe de libro en el que acabó perdiendo el balón, y sobre todo si no se hubiesen enredado en los defectos más visibles de su juego. No controló el balón porque naufragó en la medular, donde no mandó ninguno de sus hombres, y se vio en muchas dificultades para romper la doble línea defensiva tinerfeña porque no abre el campo por la banda. No es casualidad que los dos goles llegaran a balón a parado, no fruto de jugada trenzada. Eso sí, dos auténticos golazos.
Roberto Torres repitió el gol que hace un mes endosó al Leganés en El Sadar, de libre directo a las telarañas de la escuadra desde una treintena metros. Además, el canterano dio una en el palo, lanzó magistralmente dos faltas en diagonal para que remataran sus compañeros, y conectó con la cabeza de Oier en un córner ensayado, donde el lateral se impuso en el primer palo a todos los defensores isleños. Dos goles de bellísima factura que no sirvieron para matar un resultado diáfano en ambas ocasiones ante un rival mermado de recursos futbolísticos pero sobrado de corazón.
Ya con el primer gol, Osasuna dejó pasar los minutos y encontró su castigo. Lo increíble es que volviera a cometer los mismos errores, sin sujetar el balón ni ante nueve contrarios. Ese desentendimiento de la pelota, la incapacidad de encadenar tres pases seguidos en los noventa minutos, la falta de recursos para salir de la presión de los jugadores locales, la proyección de contragolpes a base de juego directo, la falta de jugadas elaboradas, la ruptura casi total entre los tres hombres de arriba y los ochos de atrás, sin conexión posible, el empequeñecimiento del campo con la insistencia para entrar por el centro y desaprovechar las bandas, en fin, la falta de tensión para rematar un resultado que debió ser contundente, condenaron a Osasuna a un empate que sabe a derrota.
Aparte de los goles, de los dos golazos, poco más hizo Osasuna en el Heliodoro Rodríguez López. La imagen de Martín explicando a Pucko su función en un receso, con Kodro de traductor, resume el desconcierto. El esloveno se encontró perdido, ni atrás ni adelante. Como tampoco acabaron de conectar entre sí el triángulo central formado por Mesa, Torres y Merino. El primero tuvo claro su cometido en la contención, pero a Merino, ubicado en una posición en la que debería haber destacado más, apenas se le vio en acciones sesgadas, sin continuidad. A Torres le salvaron, y con creces, sus detalles de clase. Pero Osasuna careció de juego y no acertó a tirar de lo que realmente hace bien, que es jugar en un bloque solidario de adelante atrás, y sin ceder en la intensidad. Le rompió la presión de los hombres de Raúl Agné, y ya no supo recomponerse.
No obstante, el empate regala un punto y sirve para festejar el liderato en solitario, pero es preciso dejar pasar tiempo para celebrarlo. En estos momentos pesa más el enfado por los dos puntos que se fueron y ya no volverán.