• viernes, 19 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Canto a Valencia

Por Eduardo Laporte

Como Julio Iglesias con su particular homenaje a Galicia, me permito unos párrafos laudatorios a estas tierras del Levante.

Vista de una de las plazas de Valencia.
Vista de una de las plazas de Valencia.

Dice Baroja en una novela que no recuerdo que en un momento dado «hicieron estación» en tal sitio. El verano, como el resto de divisiones del año, tiene algo de «lugar en el que estar», de balsa temporal libre de transiciones hasta que llega la siguiente. Se nota en los solsticios y equinoccios, nos ponemos nerviosos, excitados, raros, levemente bipolares. En cambio, cuando avanzan los días y nos hacemos a la estación, no queremos salir de ella. En mi caso, me gustaría vivir un tiempo concreto, el verano entero, en un espacio también definido: pongamos Valencia.

Un escritor y sin embargo amigo llamado Kike Parra Veïnat me la escribe València, como tomándose la molestia —todo es política— de recordar su singularidad, su cosa histórica, su acastellanía, diremos en plan neologistas. Me llamó la atención —espero que no se enfade— que lo hiciera en un chat privado, como si incluyendo esa tilde abierta se pusiera el acento, nunca mejor dicho, en un tipo de universo (y no otro). El caso es que a mí Valencia, o València, se me antoja un poco lo contrario a esos lemas maximalistas del todo es política y casi te diría que en este territorio ocurre más bien lo contrario: nada es política. Quizá por eso me gusta tanto, como me gusta más Berlanga que Ken Loach.

Uno se reúne con valencianos y se habla de cosas, de la vida, quizá algo de la lengua, pero sobre todo de la ciudad, de la gastronomía, de intervenciones arquitectónicas discutibles, como la perpetrada en la plaza Redonda. Nada comparable al crimen estético del Café Vienés, pero convertir el otrora pintoresquísimo rincón valenciano en una mala copia de la plaza de los Fueros de Patxi Mangado no tiene nombre. O si lo tiene: catetada esnob.

Pasado el mal trago, uno se reconcilia pronto con esa ciudad a la que ningún arquitecto con ínfulas podrá quitar su Mercado Central, con sus toques modernetes bien traídos, como ese Central Bar donde poder tomar unas clóchinas, hermanas mayores de la tellinas, moluscos procedentes de las costas valencianas ideales para los meses sin erre. El arroz, con erre, no entiende de estaciones, y si te lo preparan bajo leña pues ya te la gozas. Tiene fama en ese sentido el Casa Carmela de La Malvarrosa, pero yo fui en cambio a La Marcelina que, pese a llevar haciendo paellas desde 1888 (eso pone) y jactarse de ser «maestros arroceros», me sirvieron una versión tradicional tirando a plana de sabor y con el pollo más seco, tieso y duro que recuerdo en mi corta vida de catador de paellas. También noté que molestaba mi ‘excentricidad’ de querer comer viendo el mar y no una pared cualquiera, para lo que insistí en alterar ligeramente el mobiliario.

En este punto me quedo con la falta de pretensiones del Bar Dienense Diego, en la magnífica —y estrecha— calle Loreto de Dénia y el arroz a banda de Ca Quintín, en Cullera, donde te sirven el pescado que sirvió para el caldo, ese pescado aparte, de ahí lo de a banda, antes de la gran paella o paellera de la que vas comiendo sin estreses y con gran paz, bien a mano la botella de verdejo frío. La punta de la cuchara para rascar el socarrat y el alioli el justo, quizá para perlar algunos granos al final de todo. Y qué cosa tan delicada esa paella, o paellera, con el arroz sin colonizar los bordes, como fundiéndose con el metal, y en esa cantidad medida, elegante, porque comer para llenar el buche como un jodido cromañón es lo contrario a la gastronomía y a todo. Y poco más añadiré al respecto. ¿La mejor receta para disfrutar de una gran paella? Julio Camba lo tenía claro en ‘La casa de Lúculo’: «Tomen cuanto antes el tren y márchense a Valencia». (Dejándose aconsejar antes por los locales, a poder ser).  

Y qué lujo por cierto poder llegar en apenas dos horas a este Madrid desde la estación de Joaquín Sorolla, la parte sur y novísima de la modernista Estació del Nord («estilo Secesión Vienesa», ojo, me enseñaría uno de mis cicerones locales). Covid-19 obliga, ya no hay servicio de cafetería y allá te fastidies si traes una sed saharaui. De calvos a siete pelucas, Boris Johnson el primero. Se coge a gusto ese tren a la vieja nueva normalidad, la de la meseta sin arena, y uno se pregunta cómo sería vivir siempre en esa Valencia, o en el Salou de nuestra infancia. Glória, una feliz recién casada de Cullera, nos contaba que con la primavera, de niños, iban a merendar todas las tardes la playa. No se cansaban de la playa. ¿Por qué habría que cansarse de lo bueno?

Vuelve uno de Valencia con dos sensaciones. La de que los verdaderos países son aquellos que están por encima de los límites políticos reduccionistas. Es decir, cuanto más quieras definir a un pueblo más lo empobreces, más le quitas su misterio, su espontaneidad, su vida, incluso. Y que también en esas ciudades medias, ni capitales de provincia ni grandes megalópolis, pero tampoco ciudades rurales ni pueblos urbanos, como decíamos el otro día, se encuentre algo parecido a la felicidad.

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