• martes, 16 de abril de 2024
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Blog / Capital de tercer orden

Me acuerdo de las tiendas

Por Eduardo Laporte

Mientras comerciantes del casco viejo y centro se quejan de las políticas de ‘amabilización’, yo añoro ese microcosmos de una época ya extinta

El cartel promocional de Vive Unzu.
La antigua Casa Unzu, en la calle Mercaderes de Pamplona y en la plaza de Santigo de Pamplona.

Hay un libro de Antonio Escohotado que nunca leeré (por gordo y por ensayo) titulado ‘Los enemigos del comercio’. En él se mete con los comunistas y defiende el capitalismo como motor de cambio y de progreso.

Aunque esto quizá lo dijera Sylvia Nasar, la autora de ‘Una mente maravillosa’, en ‘La gran búsqueda’. Hace trescientos años la población se deslomaba para comer cuatro garbanzos, trabajando de sol a sol en condiciones infrahumanas hasta que llegó la revolución industrial y nadie quiso volver a eso. Desde entonces, el mundo ha evolucionado en progresión geométrica. El mundo tecnológico, el espiritual no sabemos.

¿Qué pasaría si el capitalismo explosionara? La idea de una Pamplona comunista, economatos en lugar de cortesingleses, el Parlamento de Navarra como un politburó. La Volkswagen fabrica, ahora sí, coches del pueblo, en concreto el modelo Trabant.

En la cúspide del máximo órgano de poder, Uxue Barkóvich, dictadora de la cosa, con Joseba Asirómov como segundo de a bordo. El Club Natación reconvertido en campo de trabajo y reeducación del espíritu. Los disidentes son internados allí, o enviados a las huertas de Aranzadi, donde cultivan a ritmo estajanovista lechugas socialistas, el alimento, verde y sano, del pueblo.

De las tiendas que un día poblaron la ciudad ya nadie se acuerda. Sólo algún plumilla hiperlocal las evoca en un diario alternativo y prohibido por Barkóvich. Se acuerda de Nova, una papelería en la que hacía acopio del material escolar.

Y de su dependienta con el rímel en las pestañas más tupido que jamás viera su retina infantil. Y de Totos, que hacía esquina en esa calle mal llamada García ‘Siménez’. O de Aundía, ese protoeroski en forma de negocio familiar, cuyo local pasaría más adelante por todas las manos comerciales posibles. Enfrente estaba Purroy, adonde llegaban los regalos directamente de Oriente. Irigoyen no estaba mal pero no era lo mismo.

Ese reducto del Ensanche, barrio sin nombre, entre Sarasate y la Baja Navarra. ¿Por qué no tiene nombre? Allí pasamos media vida, viviendo y trabajando. Mi madre, mis tías, vendiendo los diseños que hacía mi padre, en los bajos del edificio Aurora, la obra de Eusa menos eusística. Me acuerdo de la ortopedia Lorca.

ME ACUERDO

Me acuerdo de Unzu, cómo no, y de los libros de Oroz que ya se vendían a miles justo donde la escalera mecánica. Esto era hace más de veinte años y Oroz ahí sigue. Como el Olmo de ‘El Correo’, con sus viñetas diarias de un humor sin humor, como aquel Andrés Briñol Echarren y sus ‘Chorradas y chorradicas’, que un amigo mío quería «matar» de lo malo que le parecía. 

Me acuerdo de Fonos, de Chaston, de Frudisk Diskak, de Radio Frías, con sus dependientas con pelo cepillo, me acuerdo del Supermercado del Casette y me acuerdo de Liverpool, en Mercaderes casi curva de la Estafeta, donde compré aún casettes para el walkman. De Eric Clapton, sobre todo.

Recuerdo haber comprado una sexta cuerda de guitarra clásica estas Navidades en Casa Arilla. Me acuerdo de su dependiente, como congelado en el tiempo, con su elegancia antigua verde ‘cottage’. Me acuerdo de los mostradores de madera, rasgados por el tejemaneje de las monedas que van y vienen y me acuerdo de haber comprado ahí mi primera guitarra, con la que aprendería las obras que me enseñó el mejor maestro, don Joaquín Zabalza.

Me acuerdo de El Parnasillo, de los dependientes mustios de Gómez, del mapa de la Pamplona del siglo XVI que tenían en el primer piso y que podía mirar durante horas (o un poco menos). Me acuerdo de El Bibliófilo, al principio de Carlos III: porque Carlos III para mí siempre fue la parte situada entre Merindades y los Caídos. El otro tramo me parecía, eso, otro tramo. Me acuerdo de la Casa del Maestro.

Me acuerdo de Horus, la relojería de Manolo Alforja, y de esos relojes tan unidos a mi biografía, a la de mi familia: el paso del tiempo lo siempre vino de esa marca, pero también de esa tienda. Teníamos relojero propio, que no es poco. Como también tuvimos, al menos yo, ópticos propios: Myriam, Elena, Isabel, Iñaki, en Joaquín Alforja. Ahí me puse mis primeras lentillas, circa 1992, y descubrí que el mundo podía ser nítido.

Me gustaría que mis sobrinos también se acuerden de sus particulares tiendas color canela, que decía el poeta. Esperemos que Barkóvich y Asirómov no pongan más palos en las ruedas en un escenario ya de por sí complicado.

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