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Blog / Capital de tercer orden

Cuando fui facha

Por Eduardo Laporte

Ciertas imágenes vistas durante el 12O, como la ‘decapitación’ sortutarra del Rey, me retrotraen a mi pasado juvenil más beligerante

Acto de Sortu, en colaboración con miembros de Mujeres del Maíz, Africa United, Compartiendo Raíces y Asociación Cultural Munata, para criticar "el carácter imperial del reino español". MIGUEL OSÉS
Acto de Sortu en Pamplona, en colaboración con miembros de Mujeres del Maíz, Africa United, Compartiendo Raíces y Asociación Cultural Munata, para criticar "el carácter imperial del reino español" en donde se han decapitados dos figuras del Rey de España y de Cristóbal Colón. MIGUEL OSÉS

La lectura de las novelas de Emilio Salgari, aquel prieto volumen de letra de mosquito de El corsario negro, con las páginas color gabardina y la cubierta rojo sangre, me inoculó la idea de patria. Ese honor perezrrevertiano que durante mi primera adolescencia me acompañaría, haciéndome andar con el pechito más alto, creyéndome básicamente superior. Decía Rhodes —no el pánfilo James sino el fundador de Rodesia— que nacer en el Reino Unido del XIX era un premio de la lotería de las naciones. Yo pensaba que no había nada más grande que ser y sentirse español.

Tanto es así que por mi decimotercer cumpleaños me compré una bandera de España. Ocurrió en Salou, en una de esas tiendas de souvenirs en las que podías encontrar zippos, figuritas de negros tocando jazz, carteras para porretas y palitos de incienso. Ya que estaba, me compré también la de Europa, y dispuse ambas, ya con el comienzo del curso político, digo escolar, flanqueando mi cama adolescente.

Aquello coincidió con mi pasado ‘carlista’. Vi un anuncio en una farola del paseo de Sarasate en que se animaba al peatón a enrolarse en tan noble causa. No sabía muy bien qué era eso del carlismo, pero sonaba a aventuras como de novela de Salgari, muy de Van Stiller y Carmaux, aquellos tipos imbatibles capaces de remar durante noches y atravesar las selvas más tupidas a golpe de machete. Así que escribí una carta a la dirección facilitada y pronto empezó a llenárseme el buzón de correspondencia de la Comunión Tradicionalista Carlista, en la que se me informaba de planes tales como una comilona en Montejurra o una misa mayor en San Pedro de la Rúa, Estella. Pronto noté que aquello no iba del todo conmigo, hasta que empezaron a llegar comunicaciones ¡en euskera! No entendía nada. ¿¡En vasco!? Un momento, ¿pero estos tíos no eran de los míos?

Hablamos de una época, los primeros noventa, en que aún no habían asesinado con toda crueldad a Miguel Ángel Blanco, pero ya veníamos escaldados. En nuestro caso, extorsión en distintos grados y un bombazo en la empresa de mi padre que, por ser francés, ya estaba en el punto de mira de un entorno etarra que en los ochenta declaró el boicot a Francia tras el pacto de colaboración entre las policías españolas y galas. No es raro pensar en cómo anidó mi sentimiento antiterrorista y, por extensión rápida, antivasquista. Me hice un facha. Como ellos. Tenía trece años.

Aquello duró un tiempo y no pocas discusiones con mis compañeros abiertamente borrokas. A los continuos desplantes a los que éramos fachas, yo contestaba, en no pocas ocasiones, con su mismo lenguaje. Recuerdo por ejemplo arrebatarle la ikurriña a un colega que venía con ella muy guasón e introducirla directamente en un contenedor, ante su cara de asombro. Como no era especialmente fornido como para lanzarse a la pelea, la cosa degeneró en una situación un tanto absurda y patética, y es que el borroka medio era por lo general del tipo cobardica. Otro en cambio me soltó una colleja que casi me hace perder los dientes contra el pupitre cuando, en un formulario, taché su provocador Iruña por un constitucional Pamplona.

Pero el culmen de mi activismo fachil tuvo lugar un día primavera de 1993. Estaba aún en caliente, con perdón, el cadáver de don Juan de Borbón, que pasó su agonía monárquica en la Clínica Universitaria. Sobre la monarquía, así como sobre el carlismo, tampoco me había forjado una opinión determinante, pero vi a un amigo llorar la muerte de «el padre del Rey» y, bueno, entendía que eran también de los míos.

Así que cuando vi un desfile de aberchándales ejercitando toda su capacidad para la befa, mofa y escarnio público de un tipo que, te gustara más o menos, acababa de morir y era un señor anciano, me encendí. La comitiva de la ofensa borbónica, bien pertrechada de ikurriñas y toda la parafernalia más tosca de herriko taberna, pasaba debajo de casa, en pleno paseo de Sarasate. Aquello me marcó quizá tanto como la comitiva del malogrado Toribio Eguía por la calle nueva del joven Pío Baroja, porque aquel desfile pesadillesco portaba, como en la pintura más negra de Goya, un ataúd de cartón-piedra para terminar de descojonarse del difunto hijo de Alfonso XIII.

Aquello era demasiado. Sin tiempo para pensarlo, corrí a mi cuarto en pos de mi rojigualda sintética comprada en Salou, que procedí a ondear como si no hubiera un mañana. No esperaba que aquella turba siniestra fuera a detectar aquellos colores enemigos casi al instante (lo que demostró la eficacia de su diseño cromático de 1785), generando un atronador recital de pitidos, insultos, dedos corazones al alza y gestos de te vamos a arrancar el cuello, chaval. Eran los mismos que gritaban «¡Policía, asesina!» en las semanas que ETA había matado por la espalda a otro inocente, mientras familiares exigían a cara de perro bajo cielos nublados que acercaran, ya, orain, a sus pobres hijos presos.

Sentí temblar las piernas y no tardé en bajar la persiana a toda prisa y escurrir el bulto. Era facha, pero no gilipollas. En menos que canta un gallo estaba en la calle, casi mezclado entre la enfurecida masa proetarra y antiborbónica, porque la mejor manera de esconderse de alguien es mezclarse entre ese alguien.

Viendo el espectáculo dantesco de Sortu, con el sello de los creadores de Ospa Eguna, al más puro Alsasua style, he recordado aquellos años funestos. Por suerte, con el tiempo cambié y, aunque motivos no faltaban, dejé de odiar. Aprendí de gente como Ceija Stojka, superviviente gitana de un campo de concentración nazi que un día descubrió que, si seguía odiando, sería incapaz de amar.

Aquel joven facha dio paso a otro ser, menos apasionado, a ratos indefinido en cuestiones de identidad nacional, algo descolocado en las grandes efemérides, pero más en paz consigo mismo. Me gusta más, en cualquier caso, esta versión, pero cuando veo las fotos de la performance fascistoide contra la rreepprressión monárkica y kolonialista del pasado Doce de Octubre en Pamplona, me apena comprobar que el mundo en general y el abertzale en particular se haya quedado atascado en aquellos mis trece años.

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