Cuidado con ciertas ‘libertades de expresión’ como las que defienden sin ambages las llamadas a masacrar guardiaciviles de ese gallito llamado Pablo Hasél, cuya toxicidad oral ya se ha traducido en no sé cuántos días de destrozos urbanos en Barcelona. Parecida ‘libertad de expresión’ empleó José Antonio de Rivera un 29 de octubre de 1933 en el madrileño Teatro de la Comedia, en el discurso más patético y anticristiano que se recuerde. Porque si Jesucristo nos invitó a poner la otra mejilla, José Antonio exhortaba, nítidamente, a matar. Con toda la chulería de la que era capaz, por mucha poesía que hubiera leído, como quedó recogido para la historia:
«¿Quién ha dicho que cuando insultan nuestros sentimientos, antes que reaccionar como hombres, estamos obligados a ser amables? Bien está, sí, la dialéctica como primer instrumento de comunicación. Pero no hay más dialéctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria».
Un discurso incendiario que encandilaría a una buena parte de una población, eso sí, desencantada previamente, porque un bosque no arde si no se ha desecado convenientemente. Y entre esos encendidos oyentes se encontraba un muchacho de Pamplona que quedó cautivado por aquel hombre «de indudable atractivo y verbo electrizante», por el que ingresaría en Falange pocos meses después. Rafael García Serrano (Pamplona 1917-Madrid, 1988) tenía apenas 16 años cuando escuchó a aquel «César Joven», para quien escribiría la novela que nos atañe, ‘Eugenio o proclamación de la primavera’, redactada a lo largo de la guerra y publicada en 1938 y que ahora ha rescatado como curiosidad histórica la editorial Almuzara, con diversos paratextos que sitúan la obra.
Quizá por ello cayó en manos del veterano editor Constantino Bértolo, que lo elige entre otros 54 títulos de la literatura española del siglo XX para su reciente ensayo ‘¿Quiénes somos?’ (Periférica). No sale bien parado el libro del autor de ‘Plaza del Castillo’, no tanto por divergencias ideológicas (Bértolo es muy de izquierdas, resumiendo), como por un estilo afectado de la «cursilería violenta tan propia de aquella Falange joseantoniana».
En su descargo diremos que su autor tenía 20 años cuando la escribió, con la fiebre inicial de entregársela al mismísimo José Antonio, preso en la cárcel Modelo. Pero acierta Bértolo al señalar ese maridaje imposible entre los arrobamientos líricos de primavera en riberas sensuales y mitológicas y la apología de la violencia más barriobajera en este ‘Mein Kampf’ de bajos vuelos.
Ideales, pocos
Desprejuiciado que es uno, me acerqué a este texto con la expectativa de encontrar al menos unos ideales que hubieran dado gasolina a los acontecimientos que siguieron, pero ideales al cabo. Y lo que he encontrado es un pistolerismo juvenil que aparece a la mínima ocasión, albardado de poesía precipitada y, eso sí, una voz andarina y experimental, inspirada a ratos por lo atrevida, que me ha recordado al surrealista, y coetáneo suyo, Agustín Espinosa. Quizá también por las pullas a dicho movimiento artístico que se leen: «El surrealismo, como el opio y el whisky, es burgués».
Porque, y esto es bastante divertido, el falangista se sentía distinto a la convención burguesa, y gusta de alternar con obreros y lucir una camisa azul que se dice revolucionaria. Y sindicalista. Excusas, en cualquier caso, para liarse a tiros, en un plan muy parecido a quienes cogerían su testigo, a partir de los años setenta, bajo las siglas de ETA.
Porque los únicos ideales que se dejan caer en este texto peculiar son los de recuperar el esplendor imperial español, que llegan enardecidos tras una excursión campestre a San Lorenzo de El Escorial. La ingesta del clarete de Olite (sic), «vino cortesano» que el protagonista y su amigo Eugenio disfrutan desde la silla de Felipe II, con la majestuosa visión del monasterio, les infundiría esos vientos de cambio. Se aprecia un rechazo a la situación de aquella España republicana, pero la novela no ahonda en las razones de ese desencanto. El libro, en esa mezcla inefable de lirismo y mala uva, acaba dando razón a los estereotipos más predecibles sobre estos cachorros del fascismo que alguna vez han querido vendernos como talentudos letra-heridos con testosterona de más.
Pedagogía de la pistola
El texto legitima la violencia como una suerte de acceso a la verdad (no olvidemos que en los siete niveles de conciencia, el del guerrero es el más básico) en las palabras del tal Eugenio, que a ratos parece un etarrilla de medio pelo: «Uno se lo explica todo cuando dispara el primer tiro». Porque se da por hecho que tiene que haber un primer tiro, como hay un primer polvo o un primer viaje en avión. Eugenio, basado en un Eugenio real (Eugenio Lostau Román), no tiene pudor al soltar frases como: «Cuando apreté el gatillo para tumbar al comunista que me ofendía, había recorrido ya la vida inverosímil». Como tampoco se ruborizó su autor, Rafael García Serrano, al realizar ese retrato tan matonil de su compañero de lucha y alma, o publicar tal cual el texto en la segunda edición, de 1945, o en aquella que vio publicada aún en vida, la Planeta de 1982, seis años antes de morir.
Eugenio, tan primaveral y joseantoniano, insiste en una carta en la «pedagogía de la pistola», para acabar con aquella «ridícula figura que me amenazaba con la navaja». No hay sentimientos de ‘grandeur’ imperial cuando se fulmina a ese rival, sino un gansterismo de poca monta que es el retrato que te queda de esa Falange obscena, pueril y de una nostalgia anacrónica, como queda patente con las críticas a los nuevos bulevares de San Sebastián. «La civilización pacifista —la del progreso indefinido— lo subordina todo a la higiene y los ensanches», dice Rafael, que también se llama la voz narradora, sin abandonar su tono entre altivo y faltón. Y aquí, en esa defensa de las antiguas murallas, podemos encontrar no obstante un romanticismo interesante, en cuanto que rechaza la posmodernidad hiperpráctica venidera, que podría dar para debate.
Hace bien la editorial Almuzara en recuperar este curioso documento. Pocos testimonios más reveladores para confirmar lo que los estereotipos como de peli mala española venían apuntando, es decir, que Falange era una panda de matones.