Pocos lugares en Pamplona atesoran tanto encanto como el que desprende el parque de la Media Luna. Se advierte por el paseo ese dulce verdor que, pálido en ocasiones, parece que muere.

Cada bloque de piedra tiene una estatua en su interior
Pocos lugares en Pamplona atesoran tanto encanto como el que desprende el parque de la Media Luna.
Se advierte por el paseo ese dulce verdor que, pálido en ocasiones, parece que muere.
Parejas que buscan abrir y florecer sus primeros besos en los bancos próximos al estanque; ancianos que apartan las hojas de sus caídas claras mientras llevan al infinito sus pensamientos; familias que conversan y ríen con sus voces sentimentales.
No hay lugar más romántico, salvo mi plazuela de San José, en esta ciudad amada, que además es nuestra.
Y así me veo, deambulando por una luna menguante al tiempo que discurre el río Arga bajo mi cielo como una vía láctea en movimiento.
Mis pies se detienen frente a Pablo.
A mis ojos parece que su alma se haya marchado por algún camino.
Me consta que en su momento toda la ciudad se preocupó por instalar un monumento a la altura del músico navarro. Y el parque de la Media Luna fue el lugar elegido.
Pero me da que el tiempo lo olvida todo, o casi todo, ¿verdad, Pablo?
Ya no tienes un arco con el que tocar tu violín eterno, y tu figura de bronce vislumbra un rostro triste y descuidado y abandonado.
‘Pamplona a Sarasate’.
¿Dónde está Pamplona para cuidarte, querido Pablo?
Pienso en el olvido que somos y seremos y continúo mi paseo.
Atisbo la puesta de sol que se recoge entre las ramas de los árboles y regreso al estanque que vela por la sed de aquellos peces y de estas aves.
No habrá en Pamplona parque más romántico, ni tan siquiera melancólico.
Me marcho, pues ya desafina también la tarde.