• viernes, 19 de abril de 2024
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Blog / La cometa de Miel

El indio del agujero

Por Pablo Sabalza

Soledad ¿por qué temerla? ¿Es qué acaso temes estar contigo mismo?

Sonrío por el paseo de la Playa de Las Canteras sita en la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria y reconocida como la mejor playa urbana del mundo: ‘ Quien lo probó, lo sabe’, que diría Lope de Vega.

Fragancia y brisa con frescor de tenues ráfagas y sonrisas plácidas similares a pétalos rosáceos se amontonan en tan soñolienta calma.

Dirijo mi vista hasta un cielo que tumbado en su toalla azul duerme romántico.

Algunas madres juegan con sus niños y mi corazón, sensible hasta un punto infinito, oye perfectamente la melodía invisible de su cariño.

La luz, velada, es violeta y oro rosa y azul pálido.

Un grupo de jóvenes tumbados en sus toallas alertan mis sentidos.

Ninguno habla. Todos observan sus móviles con sus ojos grises. Si alguno se pronuncia es con un susurro, con una vaga voz. El silencio está partido a la altura de sus labios.

Eso me recuerda al hombre más solitario del mundo.

El último miembro de una, no muy conocida, tribu brasileña que falleció hace unas cuantas semanas.

Durante casi tres décadas evitó cualquier contacto con otros humanos.

No se le conocía ni nombre ni edad. Una vez lo vieron, fortuitamente, un grupo de antropólogos entre ramas y helechos, pero desapareció al instante.

Construía sus casas con maderos. Eran muchas. Han contado hasta cincuenta y dos, ya que huía del ser humano para aislarse en aquellos remotos parajes del frondoso bosque húmedo del violento estado brasileño de Rondonia, en la frontera con Bolivia.

Aquel territorio atacado por colonos pagados por terratenientes que generó una matanza que exterminó a toda su tribu para convertir su tierra y la de sus ancestros en pastos y sólo pastos.

Él era el último superviviente de su comunidad. Una etnia poco conocida y masacrada por madereros y granjeros.

Pero volvamos a su casa o, mejor dicho, a sus casas. En el interior de todas ellas había un agujero de casi dos metros de profundidad. Concretamente, un metro y ochenta centímetros.

Por esta razón se le conocía como el indio del agujero.

Alrededor de su casa había cavado estacas, pues era su manera de sentirse seguro y ponerse a resguardo de la curiosidad ajena.

Se alimentaba de jabalíes que él mismo cazaba con sus flechas. Y de tortugas y de monos y de pájaros que luego comía, solitario y silencioso, frente al oro del ocaso.

Fue hallado muerto por una Fundación defensora del indio llamada FUNAI.

Dicen que tenía unos sesenta y dos años.

Estaba tumbado en una hamaca y cubierto por plumas de guacamayo.

Así, como esperando el vuelo de la muerte.

Apuntan que con su fallecimiento se completa un genocidio: una aniquilación deliberada de todo un pueblo por parte de aquéllos hambrientos de tierra y riqueza.

Murió el hombre más solitario del mundo…

Tan solitario como el grupo de jóvenes imbuidos por sus pantallas.

Que por ver, no ven la luz velada de este día que es violeta y es oro rosa y azul pálido.

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El indio del agujero