• lunes, 28 de abril de 2025
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Opinión / A mí no me líe

Menos mal que nos queda Portugal

Por Javier Ancín

Todo es diferente, más limpio, más sano, más humano, mejor. La decadencia solo gusta a los decadentes y la melancolía se ha esfumado, dando paso a una ciudad viva y vital. 

Imagen de un tranvía en Lisboa. PIXABAY
Imagen de un tranvía en Lisboa. PIXABAY

Ya no hay tiempo. A ver si nos vemos un día de estos, dijimos al encontrarnos. Y no nos vimos en 20 años. 20 años después, que volverá a ser un suspiro, y habrá acabado todo sin vernos. No pasaba por Lisboa hace más de 25 años y me dio miedo no volver a verla nunca más: Fernando Pessoa, con todos los escritores que fue a cuestas, murió con la edad que tengo yo ahora. En todas las fotos que veo de él, que ya es un viejo, es más joven que yo, que creo que aún puedo pasar por chaval. Es hora de liquidarlo y dejar entrar al señoro que se me cuela en todos los selfies. Qué terrible es el tiempo porque, tan ajeno a nosotros, siempre tiene razón aunque nunca lo creamos. ¿Quién es ese viejo que asoma tan mayor en todas las fotos que me tomo? Yo.

Todo es diferente, más limpio, más sano, más humano, mejor. La decadencia solo gusta a los decadentes y la melancolía se ha esfumado, dando paso a una ciudad viva y vital, con ganas de ahora, con ganas de sobreponerse, dejar atrás los terremotos y los incendios: “Vivo siempre en el presente. El futuro no lo conozco. El pasado ya no lo tengo”.

Las ruinas del terremoto de 1755 son hoy museos y el hollín del último incendio, el de 1988, desapareció hace tiempo, dejando paso a coloridas fachadas, impolutos azulejos azules, blancos relucientes, y cristaleras de una transparencia de manantial de montaña.

Los tranvías amarillos de 1930 ya solo los usamos los turistas para pasearnos sin más rumbo que el de llegar a ninguna parte. Fin del trayecto, anuncia el maquinista del 28 en la plaza de Camões a una parroquia que no quiere bajarse, que ha cogido asiento y quiere dar media vuelta para volver hacia la ninguna parte de la que también viene.

Si no fuera por los turistas hace bastante que este pasado se habría extinguido, como el del ascensor de Santa Justa. ¿Para qué se iba a mantener esta tecnología obsoleta en un mundo que ya no es el mismo que la puso en marcha?

En la Lisboa de los lisboetas, los tranvías, largos y modernos, de los que suben y bajan, ya son otros, conservan el amarillo, como si fueran modernas cuerdas de un tendedero soleado a las orillas del Tajo.

Yo sigo paseando despacio. Me resigno a extinguirme: soy el último melancólico portugués. Me siento al lado de Pessoa, en esta silla de bronce frente a su estatua de bronce, frente al Café A Brasileira, que dicen que frecuentaba, y que yo frecuento solo porque ya me he tomado en él tres cafés solos, sin nada, ni azúcar, última estación de todos los cafeteros.

Qué bueno está el café en esta ciudad, en este barrio de Chiado, con este libro que acabo de comprar en la librería que ahora tengo delante y que dicen que es la más antigua del mundo, Bertrand, fundada por franceses en 1732, en la calle Garrett, poeta de Oporto con apellido que suena a inglés que tira para atrás.

Qué bien huele a bacalhau com natas o à Brás. Qué delicia infantil, como los chicles Boomer de cereza que costaban cinco pesetas, el licor de guindas, ginjinha, al que te invitan en cada postre.

Tras la comida, con el vino del Duero dentro, soy un lector en portugués, idioma que no conozco pero que voy descifrando, un lector heterónimo, del escritor más heterónimo de la historia, lisboeta por antonomasia que se crió en Sudáfrica y no volvió a Lisboa hasta ser un adulto de 18 años.

Todos podemos ser en esta ciudad lo que queramos. Yo vine a Lisboa para hacerme, por fin, escritor y cerrar un poemario que me lleva rondando años, pero me ha brotado antes del punto final del verso el inicio de la prosa de una novela que tampoco creo que acabe nunca. Al final se ha quedado en un artículo. Ni tan mal.

Hay que dejar todos los finales abiertos, es decir, vivos, para poder regresar a ellos dentro de 10 u otros 20 años y comenzar a escribir, de nuevo, por primera vez. El tiempo siempre gana, pero, hasta que gane, podemos empatar con él y volver a empezar, desde un escalón más arriba cada vez, como en esta Lisboa llena de escaleras: cuanto más arriba, mejor se ve el cielo que hay abajo.

“No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Aparte de eso, tengo en mí todos los sueños del mundo”. Y eso es todo.

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