He seguido muy atentamente, año tras año, los discursos del Rey en la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias, ahora rebautizados como Princesa de Asturias.
- martes, 10 de diciembre de 2024
- Actualizado 19:48
He seguido muy atentamente, año tras año, los discursos del Rey en la ceremonia de entrega de los premios Príncipe de Asturias, ahora rebautizados como Princesa de Asturias.
Pienso que, desde que Felipe VI subió al trono, la importancia de la ceremonia que tendrá lugar este jueves se incrementa, en función, claro está, de la coyuntura concreta que vive el país. Así, hay mucha gente pendiente de lo que diga el Rey en su tradicional discurso tras la entrega de premios; tanta importancia se da a esta presencia del Monarca que existe incluso quien piensa que La Zarzuela ha preferido en esta ocasión mantener al jefe del Estado como orador, en lugar de ceder el paso a su hija Leonor: el parlamento de Don Felipe tiene que tener el contenido político que sin duda no podría darle aún doña Leonor.
Consta que todas y cada una de las palabras del Rey en Oviedo este viernes van a ser analizadas con lupa. Porque nunca como este año estuvieron la unidad y la estabilidad territorial del país tan amenazadas. Apuesto por que estas ideas, 'unidad' (dentro de la diversidad) y estabilidad, para mantener el buen rumbo del país, serán desarrolladas por un Felipe VI que hasta ahora se ha mostrado impecable en sus intervenciones públicas, aunque algunos piensen (quien suscribe entre ellos) que en ocasiones podrían pecar de excesiva prudencia: el papel mediador y equilibrador del jefe del Estado es cada día más imprescindible y, personalmente, me arriesgo a decir que su presencia activa debería, con los límites constitucionales de rigor, incrementarse cada día más.
Porque son estos momentos especialmente convulsos. Momentos en los que cada día parece más claro que Artur Mas, con graves dudas a sus espaldas acerca de la honorabilidad de su partido, no podrá mantener la presidencia de la Generalitat, y tendrá que cumplir sus propósitos de marcharse a ocupar un rentable puesto laboral en el extranjero. Lo van diciendo en voz más que medianamente alta sus necesariamente 'aliados' de la CUP, con los que no puedo, aunque sea solamente en este punto, estar más de acuerdo: a Artur Mas, que ha acumulado tantos errores y sobre en quien se centran tantas sospechas de connivencia con la corrupción, no se le puede seguir considerando el molt honorable president de la Generalitat de Catalunya ni un minuto más. Y ahí es donde entran las especulaciones acerca de si, en caso extremo, la CUP apoyaría al cabeza de lista de 'Junts pel Sí', Raül Romeva, un independentista 'avant la lettre' que causará, qué duda cabe, serios quebraderos de cabeza al Estado, si Dios y la sensatez del pueblo catalán -y la que está mostrando hasta ahora el resto de los españoles-- no lo remedian.
La proximidad de unas elecciones generales -están a menos de dos meses ya- que decidirán quién será el hombre y el/los partido/s que tenga/n que entablar el diálogo-con-quien-sea para arreglar las cañerías catalanas, otorga también una especial relevancia a esta última intervención preelectoral 'política' de quien está por encima de los partidos. Y también sobrevolando las disputas territoriales de tantas veces artificiales, miserables o mendaces. Porque es Felipe VI quien representa, legalmente y de hecho, al Estado. Carecería de sentido, tras haber recibido el independentismo catalán una sonora bofetada por parte de los principales mandatarios europeos congregados en Madrid, que el Rey perdiese la oportunidad de hacer oír su voz, que siempre hemos escuchado sensata, conciliadora y firme, en medio del estruendo de una parte y de los silencios de otra.