- martes, 10 de diciembre de 2024
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El pasado 17 de agosto de 2023, a las 6:17 horas, la Representación Permanente de España en la Unión Europea registró la salida de una carta dirigida a la Presidencia del Consejo Europeo, por José Manuel Albares Bueno, ministro de Asuntos Exteriores. En ella se solicitaba al Consejo (cuyo presidente de turno es Pedro Sánchez) la inclusión del catalán, euskera y gallego, lenguas españolas distintas del castellano que gozan del estatuto de lenguas oficiales en España, mediante la modificación del Reglamento regulador régimen lingüístico de 1958, de conformidad con el artículo 342, del Tratado de Funcionamiento de la Unión europea.
En la carta se decía que la solicitud era una decisión del Consejo de Ministros, pero no consta la existencia de ninguna reunión. Por otra parte, un Gobierno en funciones carece de atribuciones para adoptar una iniciativa de semejante envergadura. La Ley 50/1997, dispone que en tales circunstancias el Gobierno limitará su gestión al despacho ordinario de los asuntos, absteniéndose de adoptar, salvo casos de urgencia debidamente acreditados o por razones de interés general cuya acreditación expresa así lo justifique, cualesquiera otras medidas. Hasta el más lego en derecho concluiría que se ha producido una flagrante vulneración de la ley.
Al amanecer del día 17 de agosto, se conoció que el PSOE había pactado con el presidente de la República de Cataluña en el exilio, Carles Puigdemont, el apoyo de Junts per Cat a la candidatura a la presidencia del Congreso de la socialista Francina Armengol, que desde durante su mandato como presidenta de las Islas Baleares impuso el catalán como único idioma de la Comunidad pidió un referéndum para el derrocamiento de la Monarquía y no rechazó el derecho de autodeterminación. Dicho en román paladino, el PSOE había comprado el voto de Junts. El precio a pagar era la conversión de facto de España en un Estado plurinacional donde el castellano –al que la propia la Unión Europea denomina como “el español”–, deja de ser el único idioma oficial del Estado.
A todo ello se añade el precio ya pagado a los independentistas catalanes y vascos para apuntalar la investidura de Pedro Sánchez, al convertir al Congreso de los Diputados, primero de facto y después mediante una reforma de su Reglamento, en una institución plurilingüe, lo que supone una flagrante violación de la Constitución, cuya responsabilidad recae en la presidente de la Cámara.
La Constitución, en su artículo 3 dispone que “el castellano es la lengua oficial del Estado, que todos los españoles tienen la obligación de conocer y el derecho a usar”. Las demás lenguas españolas [es el caso del catalán, del vascuence y del gallego] serán también oficiales “en las respectivas Comunidades Autónomas de acuerdo con sus Estatutos”. Por ello, es radicalmente incierto afirmar, como lo hace el ministro en funciones Albares en su carta, que las lenguas distintas del castellano “gozan de estatuto oficial en España”. El ministro utiliza un lenguaje engañoso para inducir al Consejo Europeo a pensar que las lenguas propias de algunas Comunidades Autónomas son también oficiales en todo el territorio nacional, justificando así que puedan considerarse lenguas oficiales de la Unión Europea.
El candidato Sánchez ha utilizado un Gobierno en funciones y su poder político en las Cortes para comprar votos para ser investido Presidente, convirtiéndose así en autor de un grave atentado contra el orden constitucional, máxime cuando los compradores no ocultan que lo hacen para conseguir la independencia y destruir la Constitución. Ir por Europa como lo viene haciendo el sanchismo en funciones, para convencer al Consejo Europeo de que hay tres lenguas minorizadas en España por haber sufrido en el pasado marginación, persecución e incluso prohibición, es denigrante para la democracia española. El último atropello ha sido comprometerse a asumir los gastos de implantación de las tres lenguas en las instituciones europeas para desdecirse a renglón seguido y reducir la oferta al catalán, “discriminando” al batúa y al gallego, decisiones que no puede adoptar un Gobierno capitidisminuido y ni siquiera un Gobierno en plenitud de funciones sin la autorización de las Cortes. A estas alturas en la Fiscalía General ya debería estar abierta una investigación para determinar si los autores de estas acuaciones anticonstitucionales han podido incurrir en delitos de prevaricación, malversación o usurpación de funciones.
En la rueda de prensa celebrada después de su intervención en la Asamblea General de Naciones Unidas el pasado 21 de septiembre, el presidente en funciones se vio obligado a contestar una serie de preguntas sobre la formación del futuro Gobierno. En un principio intentó soslayarlas afirmando que “las conservaciones son discretas y los acuerdos transparentes”, por lo que en el caso del previsible fracaso de Feijóo los revelaría en su discurso de investidura. A la pregunta directa sobre si Junqueras mentía al decir que la amnistía ya estaba pactada con ERC, volvió a irse por los cerros de Úbeda, pero no tuvo más remedio que contestar sobre su cambio de postura respecto a Puigdemont, pues antes de las elecciones se había comprometido a ponerlo a disposición de la Justicia por haber perpetrado el golpe del 1 de octubre de 2017. Sánchez defendió su coherencia. Siempre había sostenido que una crisis política como la catalana nunca debió derivar en una acción judicial. Recordó que cuando José Manuel Maza, Fiscal General, decidió “abrir la puerta a todas estas causas judiciales a través de la Audiencia Nacional”, expresó a Mariano Rajoy su malestar porque el PSOE no había sido “consultado” y por haber trasladado al poder judicial “un conflicto de raíz política”. Por eso, durante los últimos cuatro años se había empeñado en “devolver a la política lo que nunca debió salir de la política”. Y el resultado está a la vista. Un 90 por ciento de los catalanes son contrarios a la independencia y en julio habían votado por “el reencuentro y la convivencia”.
La pregunta sobre el pacto con Puigdemont quedó sin respuesta, pero resulta inaudito que el presidente en funciones piense que está en manos del Gobierno decidir cuándo hay que judicializar un conflicto político y cuándo no, obviando que el poder judicial es independiente y ante la comisión de un delito, aunque tenga “raíz política”, la Justicia tiene el deber de actuar juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado.
Lo único cierto es que el reencuentro y la convivencia con los golpistas catalanes provoca grandes grietas en la concordia nacional. Incluso en su propio partido, como se puso de manifiesto el pasado 20 de septiembre en el Ateneo de Madrid donde Felipe González y Alfonso Guerra animaron a los militantes socialistas a una rebelión (cívica) contra la amnistía y el derecho de autodeterminación.