- viernes, 13 de diciembre de 2024
- Actualizado 21:08
20 años ya, que como reza el tango, no son nada. Hace 20 años que estamos instalados en otro presente. Aquellos atentados lo cambiaron todo. Llegó Zapatero y excavó la trinchera, que ha seguido profundizando Sánchez, en la que vivimos hoy. Guerra civil y odio, a raudales, cordones sanitarios para que no se le escapen los votantes al otro lado. Socialmente estamos rotos, internacionalmente no pintamos nada.
Somos un pelele, un actor sin texto, un figurante de tercera línea. No merecemos un gobierno que nos mienta, fue el mantra elegido por Rubalcaba para arrimar el ascua a su sardina electoral, y llegó el Psoe de Zapatero y nos mintió más. Y por si no querías taza, no merecemos un gobierno corrupto y llegó de nuevo el Psoe, esta vez con Sánchez y su moción de censura, y se corrompió aún mas.
Aquel 11 de marzo de 2004 yo vivía en Madrid. Recuerdo el sol colándose por la ventana de mi casa en la calle Trafalgar esquina Luchana, entre la plaza de Chamberí y la glorieta de Bilbao. Recuerdo ponerme un café, encender el ordenador para leer la prensa, un cigarro y la radio, como cada día. Siete y media de la mañana. Comenzaba un nueva jornada, sin saber que iba a ser el arranque de una era diferente y más triste, menos optimista, más desquiciada, oscura como mi generación no podía ni imaginar: éramos felices, teníamos trabajos decentes, viajábamos de forma barata, nos comprábamos coches, podíamos acceder a pisos sin una dificultad extrema. 10 explosiones en 3 minutos volaron 4 trenes y una realidad por completo.
Y se desencadenó el caos o el aparente caos. Uno al final viene de donde viene y cuando tenía noticia de un bombazo, lo primero que hacía era analizar las posibilidades de que le hubiera alcanzado a algún conocido. Desde el primer minuto ya se sabía que aquello de Atocha era brutal. Mandé un par de sms a dos conocidos que todas las mañanas a esas horas estaban llegando a Madrid centro en cercanías y me puse en contacto con mis padres que estaban en Pamplona. Estoy bien.
Me duché, me cambie y me fui a la oficina en autobús. Alerta. Tres meses antes, en nochebuena, el nacionalismo vasco metió mochilas bomba en un tren para que volara al llegar a Chamartín. Volví a Madrid de pasar las navidades en Pamplona incomodo en un vagon por ese motivo. A ver si este consiguen volarlo...
En febrero me bajé de un cercanías en la estación de Recoletos mosqueado porque un tipo dejó una mochila bajo el asiento, desapareciendo por esa puerta que hay entre vagón y vagón. No será nada pero espero al siguiente. Vengo de un lugar donde las mochilas sin dueño siempre son sospechosas. Ahora en marzo esto... pensé. Qué cosas.
Mi empresa hizo recuento por todas las oficinas que tenía repartidas en la comunidad y fue incapaz de localizar a los trabajadores de las más próximas a la estación de Atocha. Al final aparecieron todos menos uno, que nunca más volvió a aparecer porque fue uno de los asesinados.
Yo no sé la verdad, yo solo se lo que viví y lo que recuerdo es un revuelto de emociones y de acontecimientos que, ya entonces, me parecieron perfectamente canalizados. Como subirte en una montaña rusa y que nada fuera fruto del azar, cada subida desembocaba en su bajada y cada bajada en su curva medida, pensada al milímetro. Te voy a llevar por aquí y por aquí vas a ir, sociedad, sin tener tiempo ni para detenerte a pensar. Ya pienso yo por ti. Tú solo escucha.
Una cosa iba sucediendo a la otra. Todo el rato. Una apisonadora de acontecimientos para mantener la tensión de la película. Aquello siempre me pareció extraño, como guionizado, como si alguien supiera lo que iba a pasar a continuación. El deseo de no sé quién precedía a los acontecimientos.
Medios de comunicación por delante de manifestantes, por ejemplo. Como vivía al lado me pasé por Génova porque había oído que aquello estaba lleno de gente. No había prácticamente nada, solo muchos focos, muchas unidades móviles y muchos redactores. Antes que manifestantes, había medios de comunicación anunciando al mundo que aquello estaba repleto de manifestantes. Qué sensación más rara.
Recuerdo otra, en Quevedo, yo estaba allí. La radio anunciaba una cacerolada en las ventanas de la glorieta que solo empezó a sonar en los balcones después de que anunciaran en la radio que existía. Yo miraba aquello como si fuera un imposible. Las ventanas cerradas se abrieron porque lo había anunciado la radio. Acojonante. Fue una sensación tan extraña como cuando ves un partido en la tele con desfase y escuchas en la radio el gol que aún no ha sucedido ante tus ojos. Todo el rato.
Luego ganó Zapatero con la sonrisa más repugnante que he visto en mi vida y se acabaron las prisas, ya a nadie le interesaba correr y todo se hizo lento, hasta pararse. Ya nadie quería saber nada. Y eso es todo.