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Opinión / A mí no me líe

El café. También la bebida

Por Javier Ancín

Es bonito el café, la bebida, digo. Los locales también, aunque me produzcan siempre melancolía. Tuve suerte de llegar a los antiguos, antes de que fueran cerrando.

Es bonito el café, la bebida, digo. Los locales también, aunque me produzcan siempre melancolía. Tuve suerte de llegar a los antiguos, antes de que fueran cerrando, los de sofás de muelles tapizados en terciopelo rojo, a veces verde, a veces incluso sin terciopelo, desgastada la tela. Subir por las escaleras de caracol del Café Iruña, cuando el salón principal era un bingo, o mirar por las ventanales del delicado Café Vienés del parque de la Taconera, antes de que hicieran algo peor que echar la persiana: dejarlo vivo pero muerto, transformado en bar de carretera en mitad de lo poco elegante que hay/había en la ciudad.

Los responsables de ese crimen, Asirón como alcalde y al que le dio la concesión, que prefiero no saber ni cómo se llama, pero que seguro es amigo/afín mereceren la cárcel. Siempre hay alguien que odio Irroña más que yo, para que luego me digan a mí.

También cerró el Café La Granja de Bilbao, en el que solía tomar café antes y después de las reuniones plomizas de los lunes en las oficinas que tenía en la plaza Circular una empresa en la que trabajé unos años. Café, cigarro, subir, chapa, bajar, cigarro y café era el ritual antes de comenzar la semana. Un local inmenso, que para recorrerlo entero necesitabas casi hacer noche. Siempre apetecía hacer un vivac, aunque fuera temprano por la manaña.

Desaparecer, como el pequeño Café Lisboa que ya tampoco existe, al final de Reyes Católicos, entrando en Plaza Nueva, en Granada, donde una vez también desaparecí, para siempre, después de tomarme dos, pagar, dejar el cambio e incluso un libro que no era capaz de seguir leyendo, salir y callejear de vuelta a casa.

O el Café de la Ópera en la Rambla de Barcelona, que se fue degradando de lugar elegante a local de paellas congeladas para turistas. Desde pequeño lo he visitado, acompañándolo en su agonía como al familiar que se nos consume en el sillón de la salita hasta que con un leve soplido, convertido en ceniza, se irá para siempre sin tocar el suelo.

En Madrid más que el Gijón, demasiado artificial por todos los letraheridos que se dejaban caer en aquella época, el Café Central de la glorieta de Bilbao... siempre Bilbao, en el que desayunaba los sábados, derrengado de la semana, la mayoría de las veces al lado del director de cine Fernando Colomo.

Lo escribía en el cuaderno cada vez: acaba de llegar Colomo, aburrido pero educado con todos los que le paran desde la puerta hasta la silla. Se me ha vuelto a sentar al lado. Será su mesa preferida. Recuerdo que incluso alguna vez nos decíamos hola y adiós. Solo eso. Como quien entra y sale de un ascensor.

Qué tiempos aquellos, tan ingenuos, de la juventud primera, segunda, puede que tercera. Parecía todo hecho, lo creíamos así sinceramente, y quizás lo estuviera antes de lo desecho que hoy está todo.

Es bonito el café, la bebida, digo, crearlo. Desenroscar la cafetera cada mañana, una Bialetti de las de toda la vida, italiana, llenar el embudo a cucharadas, ponerla al fuego y esperar que gorjee la caldera antes de que ascienda, denso, el líquido, la materia sólida, para olerlo, probarlo, paladearlo, casi masticarlo y que empiece el día, a ver qué pasa. Y eso es todo.


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El café. También la bebida